Cuentos de navidad, edición 2025: Sesenta latidos.
Abrí los ojos. Eran las 7 de la mañana.
Sabiendo que no tenía sentido levantarse tan temprano un 25 de diciembre, pero consciente también de que no iba a poder volver a dormirme, me levanté.
Hacía casi dos meses que el desayuno había cambiado un poco su dinámica. Si era demasiado temprano, intentaba preparar un café con leche y un par de tostadas en silencio. Si no, dos cafés con leche… o quizás el desayuno ya estuviese listo.
Como sospeche, dada la falta de compromisos y responsabilidades en una mañana de navidad, Indira aún dormía. Cuando entré en la sala, que hacía a la vez de cocina y comedor (y, desde hacía un par de meses, habitación de una violinista mongola) me dirigí directamente hacia el mueble en donde guardaba el café y las tostadas. Mientras el agua se calentaba, podía oírla respirar pausadamente. También yo inspiré lentamente por la nariz, intentando quitarme la pesadez de encima. Solté el aire lentamente, contuve la respiración… y conté 60 latidos. Poco más de un minuto. Mi mente comenzó a navegar las aguas de los últimos meses.
Primer latido… habíamos pasado algunas semanas ensayando aquél extraño trío de violín, saxofón y piano. Finalmente habíamos tocado en el festival que organizaba la asociación Byron, junto con otras agrupaciones. Me reconozco un completo inexperto en toda la música que haya sido escrita luego del siglo XX, pero la experiencia fue muy enriquecedora y formativa. Quizá este blog ya haya tenido mucho de ensayos y conciertos, así que no pienso alargarme. Solo aclarar que, inmediatamente después, llegó una invitación para tocar unos “lieder” de Beethoven en un festival en honor al compositor de Bonn, en mayo del año próximo.
Segundo latido... tercero… cuarto… mis hombros comienzan a relajarse.
Me encuentro caminando por una calle cuesta arriba, hacia el teatro. Desacelero ligeramente el paso para mantenerme a la velocidad de un par de piernas algo más cortas que las mías. Indira guarda silencio, con una expresión de desilusión. O quizás sea fastidio. O quizás no sea nada en particular. Es la misma expresión que tiene cuando, luego de un día largo, se acurruca en el sillón que le hace a la vez de cama y refugio. Mientras mira su teléfono, o escribe o dibuja, o teclea en su laptop, su expresión sigue siendo un completo misterio para mí. Solo se que, durante esos momentos, su mente se encuentra lejos de su cuerpo.
Caminando cuesta arriba, sin embargo, me imagino que será desilusión. Acaba de recibir otra negativa de un departamento en alquiler. Ya van siete. Por algún motivo los propietarios de La Paz no confían en alquilar a una joven mujer asiática. Lo que inicialmente había sido una semana, comenzaba a convertirse en un mes entero de vivir juntos.
Octavo… noveno… decimo latido y mi mente viaja hacia un larguísimo correo de Byron anunciando el fin de temporada de la More Lucky. Una semana de conciertos de navidad, la semana anterior a las fiestas, junto con el “Coro de voces blancas”. Mientras repaso las piezas a ejecutar, me invade una doble sensación de emoción y hastío. Siempre disfruto mucho del periodo navideño. No solo en lo musical, si no en cada detalle. La navidad saca como ninguna otra cosa mi niño interior. Sin embargo, había tocado aquellas piezas hasta el hartazgo: Adeste Fideles, Silent Night, God Rest You Merry Gentlemen… y sí, también estaba aquella condenada aria de Bach en re mayor.
Trece… catorce… llegaba a casa a comienzos de diciembre para encontrar todo en una media penumbra. Afuera hacía una tarde gris, lluviosa y oscura. Ya desde las cinco de la tarde comenzaba a caer la noche. Al entrar al departamento, encontré a Indira sentada casi a oscuras, anotando algo en un cuaderno. Solo el pequeño foco de la cocina iluminaba la habitación. Sin embargo, la atmósfera era tranquila y meditativa de una forma extraña. En mis casi dos años en ese departamento, nunca se me había ocurrido estar en esa casi oscuridad.
- ¿Café?- murmuré, mientras dejaba mi abrigo en el perchero. Algo en ese ambiente invitaba a hablar en voz baja. Por toda respuesta, la muchacha me dedicó una sonrisa luminosa. Mientras comenzaba a preparar las tazas, puse algo de música de Gustavo Santaolaya… aquella situación pedía a gritos algo de música de mi tierra.
Veinte… a medida que los días de diciembre comenzaban a acumularse en el calendario, comenzaba a sentir el peso de tener que pasar la navidad solo. Había pasado dos meses buscando algún pasaje mínimamente coherente a Argentina, pero los precios eran exorbitantes. Indira pasaría las fiestas trabajando en una orquesta, en una ciudad extranjera, y parecía que tanto Paulo como Lee seguirían en el extranjero durante el resto del mes.
El mensaje que había enviado al grupo de los Peripatéticos tenía un tono de súplica que me resultaba repulsivo. Por algún motivo, la perspectiva de una noche buena en soledad parecía mucho más triste este año. De Alizee, Rami y Gluck no había habido respuesta alguna.
Veintiséis… habíamos comenzado los ensayos para la semana de conciertos navideños. Byron hacía gala de una total falta de espíritu navideño, siempre fiel a su estilo. Como esperaba, el programa era largo y tedioso. Recuerdo haberme quejado con algunos colegas sobre la falta de oportunidades en cualquier proyecto fuera de la familia Byron.
Treinta… treintaiuno… Indira volvía a la mesa, con dos tazas de café, que colocó entre los platos vacíos del almuerzo. Afuera transcurría un miércoles neblinoso. Me estiré para dar “play” a la serie que estábamos viendo: una curiosa comedia británica acerca de dos ancianos y una joven muchacha que se unían para resolver un homicidio en el complejo de departamentos donde vivían. A apenas unos segundos de la comedia, mi teléfono vibró con un mensaje. Oí a Indira suspirar un “por fin”.
Con una mirada de incertidumbre a la muchacha, abrí el mensaje. Se trataba de un pedido urgente de una violinista de la zona, a la cual solo conocía por su nombre y su buena reputación. Al parecer, la famosa “Academia Bachi” se encontraba preparando una gala lírica desde hacía un par de meses. Se trataba de un importante proyecto que involucraba a la orquesta y coro de la “Academia” (nombre de fantasía dado a un grupo de músicos que nada tenían que ver con una institución educativa), así como a varios solistas de canto lírico. La idea era cerrar el año con un enorme concierto, de varias horas, que involucraría las piezas más famosas de la ópera italiana.
Hacia el final del mensaje, Clara se disculpaba por “el poco tiempo” con que me avisaba, pero al parecer una violinista acababa de romperse un brazo. Me pedía confirmación urgente, me aclaraba que los ensayos serían jueves y viernes… y el concierto el sábado. Aclaraba, además, la cifra total del pago. Era una cifra muy tentadora.
Volví a mirar a Indira, que sorbía su café con una media sonrisa.
- ¿Querías o no una oportunidad fuera de las fauces de Byron?-
- Sí… pero, ¿Esperás que prepare tres horas de música para mañana?-
- Vos podés. Ni se te ocurra decir que no-
- Indira, se que vos podés preparar caprichos de paganini en una tarde… pero el resto de los mortales tenemos una capacidad de resolución bastante menos…-. La muchacha me interrumpió, apuntando con el índice a mi teléfono. Suspiré y di mi confirmación.
Treinta seis… atravesaba un largo camino empedrado hacia una casona antigua, en las afueras de la ciudad. La niebla de la última semana había sido tan densa que, a pocos metros, apenas divisaba las puertas de entrada.
Una vez adentro, un largo y frío corredor llevaba a varias puertas. A través de una, entreabierta, se oía una orquesta que calentaba los instrumentos. Entré y, para mi alegría, no había caras conocidas. Hacía tiempo que quería tocar en un ambiente nuevo. Clara me llamó, desde el otro lado de la sala, señalando una silla vacía. Una silla vacía a su lado. Una silla vacía en el primer atril. Por supuesto… Clara era el concertino. Pero, si llevaban varios meses ensayando, ¿Porqué no poner otro violinista de la orquesta en ese lugar? Con un creciente sentimiento de alarma, saqué mi violín del estuche y fui a sentarme.
Cuarenta y uno… cuarenta y dos… cuarenta y tres… es sábado a la mañana. Los ensayos fueron largos e intensos. El espectáculo es larguísimo y, las obras, sumamente desafiantes, desde lo técnico y lo musical. Intenté tomarme la mañana del gran día con calma, pero terminé pasando una hora en videollamada con mi madre. Me extrañó oír el sonido de Skype, porque la diferencia horaria con Argentina es tal que allá debían ser las cinco de la mañana. Pero al parecer, alguien no podía dormir. Una hora de videollamada en la cual la pregunta, “Pero, ¿Porqué no querés venir?” se repitió innumerables veces. De nada sirvieron las explicaciones.
Cuarenta y cinco… estoy parado en el centro del escenario, en el Teatro Bachi. El concierto terminó hace veinte minutos y gran parte de la orquesta ya se retiró. Algunos aún charlan en el hall de entrada. Me invade una sensación extraña de logro, aunque mi cuerpo comienza a debilitarse luego de la adrenalina. Fueron dos días intensos de estudio y ensayos, además de un concierto en el cual no me permití un instante de distracción. Aquella música, preparada con tan poca antelación, aún resultaba extraña a mis dedos.
El teatro es de dimensiones colosales. Parado en el centro del escenario podía ver cinco pisos de palcos que se extendían varios metros hacia el fondo de la platea. E innumerables filas de sillas se extendían a mis pies. Si estar sentado en el palco de un hermoso teatro viendo un concierto es una experiencia única, ver una sala llena aplaudiendo desde el lugar privilegiado de quien está en el escenario es sencillamente indescriptible.
Cuarenta y nueve… el agua para el café comienza a salir a la superficie, borboteando desde la moka. La semana anterior, habíamos comenzado con la “gira navideña” de Byron. Habían sido cuatro conciertos. El primero, nuevamente, en la Catedral de San Francisco. Aparentemente no era algo abierto al público, si no solo para el clero y las fuerzas de defensa. Mientras esperábamos sentados en aquella enorme catedral fría, esperando en un ambiente tenso a que Byron entrara en escena, la visión parecía sacada de una película ambientada durante la guerra. Ante mí, dos enormes filas de bancos se extendían, llenas de hombres uniformados y ancianos con hábitos clericales. Justo delante de la orquesta, entre las dos filas, una enorme silla, ricamente decorada, esperaba a la llegada del cardenal. Habíamos vuelto a La Paz en un autobús del ejército, escoltados por varios autos del ejército.
Los demás conciertos habían sido similares. Siempre para autoridades de la ciudad y con poco espacio para público casual. Seguramente era parte de lo que mantenía a la familia Byron bien relacionada con los poderes de la región. Solo el último concierto, el viernes 19, había sido en el teatro More Lucky, abierto al público. Pocos minutos antes de salir a escena, había entrado al camerín que compartía con el resto de la orquesta. Inmediatamente, alguien me aferró en un abrazo tan cálido y fuerte que no lograba distinguir de quién se trataba. Sin embargo mi cuerpo reaccionó por instinto y devolví ese abrazo que se extendió durante casi un minuto. Anastasia había vuelto a La Paz para pasar las fiestas con su familia y, esa noche, había acudido a escuchar el concierto.
Cincuenta y dos… cincuenta y tres… curiosamente, tanta música navideña me había dejado en un estado apático y algo tristón. No logro explicarme qué cambió en mí, este año. Quizás la soledad de un año en el que mis amigos más cercanos se encontraban lejos. Quizás la esperanza frustrada de poder volver a casa por las fiestas. Quizás, año a año, un lento cansancio comienza a ganar la batalla. No lo se. Pero ya desde algunas semanas podía sentir que la cercanía de la navidad no me llenaba de una emoción infantil, como de costumbre… no solo… si no que, además, traía cierta melancolía. Y, luego de varios conciertos tocando villancicos, sentía que me había brindado musicalmente para colaborar a la atmósfera festiva… vaciándome a mí mismo.
Al día siguiente, temprano por la mañana, Indira había partido. El departamento volvía a estar en silencio.
Cincuenta y cinco… comienzo a prepararme para darme a mi mismo la mejor nochebuena posible. Hago las compras para cocinar un menú que tenga sabor a casa. Decoro un poco el departamento. Desempolvo un pequeño árbol de navidad que encontré tirado en la calle hace dos años y que, curiosamente, aún enciende sus luces. El centro de La Paz está decorado con varios pinos enormes y una suave música en inglés resuena por todos lados.
Cincuenta y nueve… la mañana del 24 me levanto un poco más tarde de lo normal y comienzo mi día intentando poner buena cara. Aún quedan un par de traducciones que entregar a Lonehome y, luego del almuerzo, tengo tres alumnos.
Mientras doy la última clase de aquél día, una llave gira en la cerradura y a mí me da un vuelco al corazón. Mientras Indira entra con expresión cansada, me dedica una sonrisa rápida y se apresura a refugiarse en mi habitación (como siempre hace ante la presencia de extraños) Marta la mira como si el propio Mickey Mouse hubiese entrado por aquella puerta. Con una expresión sorprendida y anonadada, se gira hacia mí.
- Mi… ¿Roommate? ¿Supongo?- comento, sin darle importancia, e indicándole con un gesto que siga tocando.
Media hora después, un poco de té humea en dos tazas. Nadie dice nada, pero en aquél rostro asiático baila una media sonrisa.
- ¿Vos no volvías el sábado que viene?-
- Sí, bueno… ¿Feliz navidad?-
Sesenta. Relajo mi estómago y vuelvo a inspirar por la nariz.
Oigo el inconfundible sonido de alguien que aparta unas frazadas y se sienta en el sillón.
- ¿Café?- pregunto, sin girarme.
La respuesta es un murmullo de asentimiento.
Feliz navidad, lector.
Sabiendo que no tenía sentido levantarse tan temprano un 25 de diciembre, pero consciente también de que no iba a poder volver a dormirme, me levanté.
Hacía casi dos meses que el desayuno había cambiado un poco su dinámica. Si era demasiado temprano, intentaba preparar un café con leche y un par de tostadas en silencio. Si no, dos cafés con leche… o quizás el desayuno ya estuviese listo.
Como sospeche, dada la falta de compromisos y responsabilidades en una mañana de navidad, Indira aún dormía. Cuando entré en la sala, que hacía a la vez de cocina y comedor (y, desde hacía un par de meses, habitación de una violinista mongola) me dirigí directamente hacia el mueble en donde guardaba el café y las tostadas. Mientras el agua se calentaba, podía oírla respirar pausadamente. También yo inspiré lentamente por la nariz, intentando quitarme la pesadez de encima. Solté el aire lentamente, contuve la respiración… y conté 60 latidos. Poco más de un minuto. Mi mente comenzó a navegar las aguas de los últimos meses.
Primer latido… habíamos pasado algunas semanas ensayando aquél extraño trío de violín, saxofón y piano. Finalmente habíamos tocado en el festival que organizaba la asociación Byron, junto con otras agrupaciones. Me reconozco un completo inexperto en toda la música que haya sido escrita luego del siglo XX, pero la experiencia fue muy enriquecedora y formativa. Quizá este blog ya haya tenido mucho de ensayos y conciertos, así que no pienso alargarme. Solo aclarar que, inmediatamente después, llegó una invitación para tocar unos “lieder” de Beethoven en un festival en honor al compositor de Bonn, en mayo del año próximo.
Segundo latido... tercero… cuarto… mis hombros comienzan a relajarse.
Me encuentro caminando por una calle cuesta arriba, hacia el teatro. Desacelero ligeramente el paso para mantenerme a la velocidad de un par de piernas algo más cortas que las mías. Indira guarda silencio, con una expresión de desilusión. O quizás sea fastidio. O quizás no sea nada en particular. Es la misma expresión que tiene cuando, luego de un día largo, se acurruca en el sillón que le hace a la vez de cama y refugio. Mientras mira su teléfono, o escribe o dibuja, o teclea en su laptop, su expresión sigue siendo un completo misterio para mí. Solo se que, durante esos momentos, su mente se encuentra lejos de su cuerpo.
Caminando cuesta arriba, sin embargo, me imagino que será desilusión. Acaba de recibir otra negativa de un departamento en alquiler. Ya van siete. Por algún motivo los propietarios de La Paz no confían en alquilar a una joven mujer asiática. Lo que inicialmente había sido una semana, comenzaba a convertirse en un mes entero de vivir juntos.
Octavo… noveno… decimo latido y mi mente viaja hacia un larguísimo correo de Byron anunciando el fin de temporada de la More Lucky. Una semana de conciertos de navidad, la semana anterior a las fiestas, junto con el “Coro de voces blancas”. Mientras repaso las piezas a ejecutar, me invade una doble sensación de emoción y hastío. Siempre disfruto mucho del periodo navideño. No solo en lo musical, si no en cada detalle. La navidad saca como ninguna otra cosa mi niño interior. Sin embargo, había tocado aquellas piezas hasta el hartazgo: Adeste Fideles, Silent Night, God Rest You Merry Gentlemen… y sí, también estaba aquella condenada aria de Bach en re mayor.
Trece… catorce… llegaba a casa a comienzos de diciembre para encontrar todo en una media penumbra. Afuera hacía una tarde gris, lluviosa y oscura. Ya desde las cinco de la tarde comenzaba a caer la noche. Al entrar al departamento, encontré a Indira sentada casi a oscuras, anotando algo en un cuaderno. Solo el pequeño foco de la cocina iluminaba la habitación. Sin embargo, la atmósfera era tranquila y meditativa de una forma extraña. En mis casi dos años en ese departamento, nunca se me había ocurrido estar en esa casi oscuridad.
- ¿Café?- murmuré, mientras dejaba mi abrigo en el perchero. Algo en ese ambiente invitaba a hablar en voz baja. Por toda respuesta, la muchacha me dedicó una sonrisa luminosa. Mientras comenzaba a preparar las tazas, puse algo de música de Gustavo Santaolaya… aquella situación pedía a gritos algo de música de mi tierra.
Veinte… a medida que los días de diciembre comenzaban a acumularse en el calendario, comenzaba a sentir el peso de tener que pasar la navidad solo. Había pasado dos meses buscando algún pasaje mínimamente coherente a Argentina, pero los precios eran exorbitantes. Indira pasaría las fiestas trabajando en una orquesta, en una ciudad extranjera, y parecía que tanto Paulo como Lee seguirían en el extranjero durante el resto del mes.
El mensaje que había enviado al grupo de los Peripatéticos tenía un tono de súplica que me resultaba repulsivo. Por algún motivo, la perspectiva de una noche buena en soledad parecía mucho más triste este año. De Alizee, Rami y Gluck no había habido respuesta alguna.
Veintiséis… habíamos comenzado los ensayos para la semana de conciertos navideños. Byron hacía gala de una total falta de espíritu navideño, siempre fiel a su estilo. Como esperaba, el programa era largo y tedioso. Recuerdo haberme quejado con algunos colegas sobre la falta de oportunidades en cualquier proyecto fuera de la familia Byron.
Treinta… treintaiuno… Indira volvía a la mesa, con dos tazas de café, que colocó entre los platos vacíos del almuerzo. Afuera transcurría un miércoles neblinoso. Me estiré para dar “play” a la serie que estábamos viendo: una curiosa comedia británica acerca de dos ancianos y una joven muchacha que se unían para resolver un homicidio en el complejo de departamentos donde vivían. A apenas unos segundos de la comedia, mi teléfono vibró con un mensaje. Oí a Indira suspirar un “por fin”.
Con una mirada de incertidumbre a la muchacha, abrí el mensaje. Se trataba de un pedido urgente de una violinista de la zona, a la cual solo conocía por su nombre y su buena reputación. Al parecer, la famosa “Academia Bachi” se encontraba preparando una gala lírica desde hacía un par de meses. Se trataba de un importante proyecto que involucraba a la orquesta y coro de la “Academia” (nombre de fantasía dado a un grupo de músicos que nada tenían que ver con una institución educativa), así como a varios solistas de canto lírico. La idea era cerrar el año con un enorme concierto, de varias horas, que involucraría las piezas más famosas de la ópera italiana.
Hacia el final del mensaje, Clara se disculpaba por “el poco tiempo” con que me avisaba, pero al parecer una violinista acababa de romperse un brazo. Me pedía confirmación urgente, me aclaraba que los ensayos serían jueves y viernes… y el concierto el sábado. Aclaraba, además, la cifra total del pago. Era una cifra muy tentadora.
Volví a mirar a Indira, que sorbía su café con una media sonrisa.
- ¿Querías o no una oportunidad fuera de las fauces de Byron?-
- Sí… pero, ¿Esperás que prepare tres horas de música para mañana?-
- Vos podés. Ni se te ocurra decir que no-
- Indira, se que vos podés preparar caprichos de paganini en una tarde… pero el resto de los mortales tenemos una capacidad de resolución bastante menos…-. La muchacha me interrumpió, apuntando con el índice a mi teléfono. Suspiré y di mi confirmación.
Treinta seis… atravesaba un largo camino empedrado hacia una casona antigua, en las afueras de la ciudad. La niebla de la última semana había sido tan densa que, a pocos metros, apenas divisaba las puertas de entrada.
Una vez adentro, un largo y frío corredor llevaba a varias puertas. A través de una, entreabierta, se oía una orquesta que calentaba los instrumentos. Entré y, para mi alegría, no había caras conocidas. Hacía tiempo que quería tocar en un ambiente nuevo. Clara me llamó, desde el otro lado de la sala, señalando una silla vacía. Una silla vacía a su lado. Una silla vacía en el primer atril. Por supuesto… Clara era el concertino. Pero, si llevaban varios meses ensayando, ¿Porqué no poner otro violinista de la orquesta en ese lugar? Con un creciente sentimiento de alarma, saqué mi violín del estuche y fui a sentarme.
Cuarenta y uno… cuarenta y dos… cuarenta y tres… es sábado a la mañana. Los ensayos fueron largos e intensos. El espectáculo es larguísimo y, las obras, sumamente desafiantes, desde lo técnico y lo musical. Intenté tomarme la mañana del gran día con calma, pero terminé pasando una hora en videollamada con mi madre. Me extrañó oír el sonido de Skype, porque la diferencia horaria con Argentina es tal que allá debían ser las cinco de la mañana. Pero al parecer, alguien no podía dormir. Una hora de videollamada en la cual la pregunta, “Pero, ¿Porqué no querés venir?” se repitió innumerables veces. De nada sirvieron las explicaciones.
Cuarenta y cinco… estoy parado en el centro del escenario, en el Teatro Bachi. El concierto terminó hace veinte minutos y gran parte de la orquesta ya se retiró. Algunos aún charlan en el hall de entrada. Me invade una sensación extraña de logro, aunque mi cuerpo comienza a debilitarse luego de la adrenalina. Fueron dos días intensos de estudio y ensayos, además de un concierto en el cual no me permití un instante de distracción. Aquella música, preparada con tan poca antelación, aún resultaba extraña a mis dedos.
El teatro es de dimensiones colosales. Parado en el centro del escenario podía ver cinco pisos de palcos que se extendían varios metros hacia el fondo de la platea. E innumerables filas de sillas se extendían a mis pies. Si estar sentado en el palco de un hermoso teatro viendo un concierto es una experiencia única, ver una sala llena aplaudiendo desde el lugar privilegiado de quien está en el escenario es sencillamente indescriptible.
Cuarenta y nueve… el agua para el café comienza a salir a la superficie, borboteando desde la moka. La semana anterior, habíamos comenzado con la “gira navideña” de Byron. Habían sido cuatro conciertos. El primero, nuevamente, en la Catedral de San Francisco. Aparentemente no era algo abierto al público, si no solo para el clero y las fuerzas de defensa. Mientras esperábamos sentados en aquella enorme catedral fría, esperando en un ambiente tenso a que Byron entrara en escena, la visión parecía sacada de una película ambientada durante la guerra. Ante mí, dos enormes filas de bancos se extendían, llenas de hombres uniformados y ancianos con hábitos clericales. Justo delante de la orquesta, entre las dos filas, una enorme silla, ricamente decorada, esperaba a la llegada del cardenal. Habíamos vuelto a La Paz en un autobús del ejército, escoltados por varios autos del ejército.
Los demás conciertos habían sido similares. Siempre para autoridades de la ciudad y con poco espacio para público casual. Seguramente era parte de lo que mantenía a la familia Byron bien relacionada con los poderes de la región. Solo el último concierto, el viernes 19, había sido en el teatro More Lucky, abierto al público. Pocos minutos antes de salir a escena, había entrado al camerín que compartía con el resto de la orquesta. Inmediatamente, alguien me aferró en un abrazo tan cálido y fuerte que no lograba distinguir de quién se trataba. Sin embargo mi cuerpo reaccionó por instinto y devolví ese abrazo que se extendió durante casi un minuto. Anastasia había vuelto a La Paz para pasar las fiestas con su familia y, esa noche, había acudido a escuchar el concierto.
Cincuenta y dos… cincuenta y tres… curiosamente, tanta música navideña me había dejado en un estado apático y algo tristón. No logro explicarme qué cambió en mí, este año. Quizás la soledad de un año en el que mis amigos más cercanos se encontraban lejos. Quizás la esperanza frustrada de poder volver a casa por las fiestas. Quizás, año a año, un lento cansancio comienza a ganar la batalla. No lo se. Pero ya desde algunas semanas podía sentir que la cercanía de la navidad no me llenaba de una emoción infantil, como de costumbre… no solo… si no que, además, traía cierta melancolía. Y, luego de varios conciertos tocando villancicos, sentía que me había brindado musicalmente para colaborar a la atmósfera festiva… vaciándome a mí mismo.
Al día siguiente, temprano por la mañana, Indira había partido. El departamento volvía a estar en silencio.
Cincuenta y cinco… comienzo a prepararme para darme a mi mismo la mejor nochebuena posible. Hago las compras para cocinar un menú que tenga sabor a casa. Decoro un poco el departamento. Desempolvo un pequeño árbol de navidad que encontré tirado en la calle hace dos años y que, curiosamente, aún enciende sus luces. El centro de La Paz está decorado con varios pinos enormes y una suave música en inglés resuena por todos lados.
Cincuenta y nueve… la mañana del 24 me levanto un poco más tarde de lo normal y comienzo mi día intentando poner buena cara. Aún quedan un par de traducciones que entregar a Lonehome y, luego del almuerzo, tengo tres alumnos.
Mientras doy la última clase de aquél día, una llave gira en la cerradura y a mí me da un vuelco al corazón. Mientras Indira entra con expresión cansada, me dedica una sonrisa rápida y se apresura a refugiarse en mi habitación (como siempre hace ante la presencia de extraños) Marta la mira como si el propio Mickey Mouse hubiese entrado por aquella puerta. Con una expresión sorprendida y anonadada, se gira hacia mí.
- Mi… ¿Roommate? ¿Supongo?- comento, sin darle importancia, e indicándole con un gesto que siga tocando.
Media hora después, un poco de té humea en dos tazas. Nadie dice nada, pero en aquél rostro asiático baila una media sonrisa.
- ¿Vos no volvías el sábado que viene?-
- Sí, bueno… ¿Feliz navidad?-
Sesenta. Relajo mi estómago y vuelvo a inspirar por la nariz.
Oigo el inconfundible sonido de alguien que aparta unas frazadas y se sienta en el sillón.
- ¿Café?- pregunto, sin girarme.
La respuesta es un murmullo de asentimiento.
Feliz navidad, lector.
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