Capítulo 16: 9 de noviembre. 2025.

Mientras bajaba la escalera del edificio, con una bolsa llena de plásticos en una mano, saqué el teléfono de mi bolsillo para controlar la hora. Faltaban cinco minutos para las siete. Bien, había incluso tiempo para desayunar tranquilo.

Llegué ante las puertas vidriadas de la planta baja. El pequeño hall que las precedía estaba inundado por una luz trémula de primera mañana. Me detuve un par de segundos para disfrutar del efecto de la luz dorada que bañaba el pasillo. Afuera se veía lo que prometía ser una jornada húmeda. El cielo estaba salpicado de nubes de distintas tonalidades de gris, que amenazaban continuar con la lluvia que se había extendido de forma casi ininterrumpida durante los últimos tres días. La calle desierta estaba mojada. Del otro lado, probablemente aún dormidos, yacían los enormes cestos para la división de residuos.
Un minuto después, volvía a entrar. Un vecino al que solo había visto unas pocas veces hizo un gesto interrogativo hacia el ascensor. Negué con la cabeza, mientras sonreía y proseguía mi camino. Podría fingir ante el lector que utilizaba las escaleras hasta el cuarto piso por una cuestión de salud… pero eso es solo media verdad. La otra mitad es que los ascensores nunca me gustaron, mucho menos si tengo que compartir con otras personas en aquél espacio reducido.
- Últimamente se te escucha muy inspirado- oí, a mis espaldas. Me volví, con una sonrisa cortés, sin entender. Mi habilidad natural para mostrarme ameno ante los desconocidos se activa con mucha facilidad.
- El violín- continuó el hombre, al ver que no había entendido su comentario inicial – A mi esposa y a mí siempre nos gustó oírte tocar. Pero hace unos días que se te escucha incluso mejor que de costumbre. No sé cómo explicarlo-
Reí brevemente y le agradecí con unas pocas palabras, mientras nos despedíamos para iniciar el ascenso, cada uno a su manera.
Mientras subía al trote las escaleras que llevaban a mi pequeño departamento en el cuarto piso de aquél edificio ubicado en la “Calle Coppola”, seguía riendo para mis adentros. Siempre era agradable (y un alivio, la verdad sea dicha) saber que a mis vecinos no les molestaba oírme estudiar. Pero ese súbito cambio de calidad musical no tenía nada que ver conmigo.
Segundo piso. Repasé mentalmente el contenido de la heladera, preguntándome si valía la pena pasar por algún supermercado luego del ensayo. Aunque probablemente hoy cenase solo, ya que ella tenía un concierto en una ciudad vecina y volvería pasada la medianoche.
Tercer piso. Pensándolo bien, también era un alivio que los vecinos hubiesen acogido positivamente el tener un nuevo violinista en el edificio. Ese detalle me había preocupado durante un par de días.
Cuarto piso. La puerta del departamento seguía entreabierta y un agradable olor a café inundaba el pasillo. Bien, eso me ahorraba tiempo. Si bien el ensayo comenzaba a las ocho, prefería salir cuanto antes.
Entré, con un gesto distraído. Dejé las llaves dentro del mate, sobre la repisa, agarré rápidamente un paquete de tostadas de una alacena y me senté a la mesa, delante de dos tazas de café. Solo que una no era la típica taza con la acuarela del gato que yo solía usar, sino una taza negra, con una inscripción en “élfico” que parecía relucir con letras doradas.
Me detuve unos segundos, confundido, examinando esa taza nueva. En ese momento, una mujer menuda, de cabello corto, se sentó frente a mí, aún en pijama. Sonrió al ver mi expresión anonadada, entrecerrando un par de ojos rasgados y dejó un paquetito con un moño sobre la mesa. Parecía contener una colección de dulces de la pastelería que se encontraba en la esquina.
- Feliz cumpleaños- murmuró Indira. – Y sé que vos sos más de Harry Potter, pero esta es la única taza que pude encontrar, que se acercase a la fantasía épica. Espero que te guste-

Ok. Discúlpenme el golpe de dramatismo. De alguna forma tengo que mantenerlos entretenidos mientras los obligo a leer los sucesos mundanos de mi vida en el extranjero. ¿Me permiten que retome los hilos sueltos de una serie de sucesos que parecían no relacionarse entre sí? Una cadena de eventos aislados que confluyen en un desayuno a las siete de la mañana con una móngola en pijama, antes de ensayar con un trío de violín, saxofón y piano.

Dos semanas antes de mi cumpleaños me encontraba en el restaurant donde había empezado a trabajar hacía unos pocos meses. Creo que ahí podemos empezar la historia. Sorteaba las mesas con una bandeja de bebidas en la mano cuando oí la voz de la dueña del lugar, Isabella, que me llamaba con firmeza. Me apresuré a dejar las bebidas con una sonrisa cortes, devolviendo gestos de asentimiento y, con la bandeja bajo el brazo, me dirigí hacia ella. Se trataba de una mujer ancha de espaldas, de baja estatura y con el cabello muy corto. Su figura imponía autoridad a todos los camareros y cocineros que trabajaban allí. Se trataba de un modesto local en el centro de La Paz, que funcionaba allí desde hacía 30 años. Siempre bajo la batuta de la mujer, funcionaba como bar de bebidas, restaurant y lugar de interés histórico. La mayoría de aquellos viejos edificios de la ciudad, de hecho, estaban valorizados por el municipio y tenían alguna particularidad que mostrar. Algunos contenían verdaderas colecciones de artículos antiguos, otros mostraban murales o pinturas, otros simplemente gozaban de una arquitectura colonial que los turistas buscaban visitar, etc. En este caso, había un poco de todo. Y mientras los camareros nos afanábamos entre bebidas y platos calientes varios, Isabella se dividía entre las visitas guiadas, las preguntas casuales de los turistas y la orquestación del ballet de camareros que discurría a su alrededor.
Llegué ante ella y, más por costumbre que por un motivo real, me disculpé respetuosamente por la tardanza. Por toda respuesta, la mujer me puso una mano en el hombro y me dirigió una mirada entre dulce y amenazante.
- Querido, ¿Te advertí ya de lo que podría ocurrirte si volvés a tratarme de “usted”?- era increíble como una persona que me llegaba a la altura del pecho podía hacerme sentir como un conejo asustado.
- Sí… “Perder las tripas con un gancho al rojo vivo”- recité, sospechando que aquella mujer sería perfectamente capaz de cumplir su amenaza.
- Perfecto. El argentinito aprende rápido. Oíme, necesito que vengas también el lunes. Se que solemos cerrar, pero acaban de reservar para una fiesta privada-. Tras esto, me guiñó un ojo y se volteó para irse. No había sido exactamente un pedido o una pregunta. El lunes íbamos a trabajar. Fin de la cuestión.
Algunas horas después, salía del local. Volví a encender el internet para controlar los mensajes. Si bien era sábado a la noche, no esperaba tener nada de interés. Paulo y Silvia habían vuelto a Croacia y la mayor parte de mis colegas se encontraba fuera de la ciudad por ocupaciones varias.
Para mi sorpresa, tenía un mail de Byron, aparentemente dirigido a quienes habían participado del festival sombrío. En pocas palabras, nos felicitaba por “los resultados obtenidos” y nos informaba que el teatro More Lucky llevaría adelante una serie de conciertos de música contemporánea, en colaboración con las autoridades del festival. “Aquellos interesados…” concluía “…háganme el favor de responder este mail cuanto antes.”
Y, por supuesto, respondí. Como dije anteriormente, cada estilo musical es un lenguaje en si mismo. Con sus reglas, sus modismos, su forma correcta de pronunciarlo y su estructura a la hora de crear una frase práctica o algo de belleza poética. Y yo aún estaba interesado en interiorizar en la música contemporánea.

Algunos días después, recibimos el mail con la convocatoria definitiva. Incapaz de dejar las cosas en manos del azar o (peor aún) de alguien incapaz, Byron había organizado las formaciones y las piezas que ejecutarían. Mi nombre aparecía junto al de un saxofonista y un pianista, con un adjunto de una obra camerística de un autor francés del que nunca había oído hablar. Seguramente mi primera lectura sería con las partituras en mano y YouTube a la orden.
El resto de la lista la componían algunos músicos de la More Lucky, agrupados de modo diverso, e incluso nombres que no me sonaban de nada. Había un apartado de 9 cellos y un piano, en el que se encontraban Gomez y Harper, que interpretaría una obra de Hisaishi. Algunos de los vientos que habían participado del Festival estaban convocados a tocar una obra brasilera de Cesar Peixe. E Indira se encontraba en un cuarteto junto a otras tres chicas que no me sonaban de nada.
Prometiéndome llegar preparado a ese ensayo, me propuse escuchar la obra esa misma tarde.

Probablemente nada hubiese pasado si Merlina no tuviese la mala costumbre de jugar con el cable de mi teléfono… o si el vecino el vecino del departamento junto al mío no hubiese decidido deshacerse de un viejo sofá, esa misma mañana. Sabiendo que el ensayo era a las nueve (y que la situación requería extrema puntualidad, no solo por pedido de Byron sino también por el organigrama que concedía una hora a cada formación para ensayar delante del director y confirmar así la participación en el evento), programé el despertador a las 7, cosa de tener tiempo de desayunar, ducharme y llegar al ensayo al menos media hora antes del horario convenido.
Solo que tengo un celular viejo, que se descarga con bastante facilidad. Y no es raro que, antes de acostarme a dormir, lo deje enchufado al lado de mi cama. Tampoco es raro que mi gata se ponga a jugar con el cable. Un cable que no encaja del todo en la apertura vieja del teléfono. Un cable que, con un poco de movimiento, se desconecta… dejándome sin despertador.
La luz de la mañana era clara. Solo eso bastó para darme cuenta de que me había quedado dormido. Me arranqué las frazadas de un tirón y encendí el calentador del agua de la ducha mientras me apresuraba a preparar un par de tostadas y un café con leche. Probablemente el agua no llegase siquiera a estar templada, pero era un sacrificio que valía la pena hacer por recuperar el tiempo perdido.
Sacrificio que no valió demasiado la pena… al salir del departamento vi que, ante mi puerta, habían dos hombres moviendo un enorme sofá.
Mi vecino me saludó con una sonrisa e hizo un gesto irónico con la cabeza hacia el enorme mueble, el cuál intentaban bajar por la escalera. Supongo que la traducción directa de ese gesto era “Aquí nos ve, estimado. Mire nomás la exagerada dimensión de aquello que, cual Quijotes contra los molinos, intentamos trasladar hacia la planta baja”.
Me estiré, buscando una solución. Nada: el sofá se encontraba en una posición perfecta para bloquear tanto la escalera como la entrada del ascensor. La única solución posible era arrojarme por una ventana, pero tenía mis serias dudas sobre poder sobrevivir a una caída desde el cuarto piso. Así que me dispuse a esperar, ofreciendo ayuda cada pocos minutos, al ver que los intentos de posicionar el mueble para dejarme pasar daban poco resultado. Parecía una lenta y tediosa partida de tetris.
Diez minutos después, salía por la puerta principal del edificio. “No pasa nada” pensé “Tengo tiempo de sobra”. Y en esos pensamientos estaba, cuando oí un coro de bocinazos estridentes.
Había un hombre en medio de la calle, aparentemente intentando cruzar. Parecía tener una gran dificultad para dar el próximo paso, aunque no parecía tan viejo. A su lado, los autos pasaban a una velocidad imprudente, bocineándolo sin parar.
Sin pensar mucho en lo que hacía, me planté en medio de la calle con una mano extendida ante la fila de vehículos e, ignorando los insultos, me giré hacia el hombre. No tendría más de 50 años e incluso parecía gozar de una contextura atlética. Me sonreía, con un gesto entre el alivio y la disculpa. Extendió una mano temblorosa hacia mí, con gesto tímido.
- ¿Necesita…?- ofrecí, extendiendo el brazo.
Cuando el hombre lo tomó con fuerza, entendí cual era el problema. Tengo que decir que jamás vi alguien con un grado de parkinson tan serio.
Emprendimos juntos una lenta y tortuosa caminata hacia el otro lado de la calle, intentando llegar a la vereda de en frente. Mi mente, siempre lista para musicalizar las extrañas situaciones que me acontecen sin cesar, comenzó a adornar el cruce con una dramática música de película de acción.
De nada servían mis esfuerzos por intentar llevar a ese hombre más deprisa, aunque fuese para sacarlo del peligro de la calle. El cuerpo le temblaba con violencia y cada paso parecía costarle un esfuerzo titánico. Se desplazaba unos pocos centímetros por vez, arrastrando los pies, mientras se aferraba a mi brazo como un náufrago a una tabla de madera.
No sé cuántos minutos pasaron, la situación me pareció eterna. Cada tanto echaba una mirada a mi alrededor, esperando ver pasar a alguien a quien pedirle ayuda o, al menos, que llamase a una ambulancia. Una voz interna me felicitaba por mi altruismo, pero otras tres (o quizás eran cuatro) me preguntaban porqué tenía que meterme siempre en ese tipo de situaciones.
Cuando finalmente alcanzamos la vereda (subir el cordón fue otra empresa laboriosa), el hombre me soltó y continuó caminando solo, con su andar trabajoso y titubeante, sin dedicarme siquiera una última mirada.
Volví a cruzar la calle y me dirigí a la parada del autobús que se encontraba a un par de cuadras. Al pasar por delante de un laboratorio fotográfico, vi a uno de los trabajadores fumando en la puerta. Lo reconocí de inmediato, a pesar de que no sabía su nombre. Nos saludábamos todos los días.
- Sos un ángel- dijo, con una sonrisa burlona. Me encogí de hombros, restándole importancia.
- ¿Viste si por casualidad pasó el autobús que va hacia el teatro?-
- Hace dos minutos- asintió el muchacho. Solté un gemido de hastío, involuntariamente. Y comencé a otear hacia el final de la calle, aunque sabía que no serviría de nada: el próximo autobús pasaría dentro de 15 minutos.
Cuando finalmente subí, controlé el reloj de mi celular. Técnicamente aún podía llegar a tiempo. El autobús tardaba unos 20 minutos en llegar al centro de la ciudad, donde se encontraba el More Lucky.
O, mejor dicho, esa línea de autobús solía tardar unos 20 minutos. Pero no ese en particular. No el de las 8:35, no. No el que acababa de tomar.
El hombre que conducía el autobús que paraba a las 8:15 por enfrente del laboratorio fotográfico jamás había visto el tren de carga que pasaba por el cruce de vías a las 8:40. La mujer robusta que conducía el autobús que todos los días se detenía a las 8:55 por delante del estudio fotográfico, tampoco. Ni siquiera sabían que había un tren de carga que pasaba por aquél cruce.
El conductor del autobús en el que me encontraba, sin embargo, había incorporado el tren a su rutina diaria. Todos los días pasaba por delante del estudio fotográfico a las 8:35 y conducía hasta el cruce de vías en donde apagaba el motor para esperar diez minutos a que el largo tren de carga terminase de pasar. Yo tampoco lo sabía. No, al menos, hasta esa mañana, en la que me encontré en un autobús, mirando incrédulo a la enorme serpiente de metal que discurría delante de nosotros, interminable.
Interminable.
Y los minutos pasaban.
Cuando finalmente llegué al teatro, mis dos nuevos colegas me miraban nerviosos. Byron se encontraba sobre una de las butacas de la sala, con una expresión indescifrable, junto a otros dos hombres. Con un simple gesto, me señaló mi silla, que esperaba delante de un atril.
Saqué mi instrumento rápidamente, coloqué las partituras y miré a los dos muchachos. Ambos eran bastante parecidos, con el pelo corto, un bigote simple y estatura media. Durante un breve instante de humor me sentí delante de dos figuras de Lego.
El pianista hizo un gesto de asentimiento y el muchacho del saxofón se llevó el instrumento a la boca. Los tres nos miramos durante un instante y con un gesto compartido, comenzamos a tocar.
No hubo correcciones de parte de Byron. Supongo que porque aquello tenía más de audición que de ensayo. Mientras tocaba, me imaginaba que cada agrupación tocaría delante de aquellas personas para demostrar su idoneidad para el ciclo de conciertos que se estaba preparando. Y es que cuando se trata de música, de poco sirve presentar un buen currículum o mostrar títulos de estudio y diplomas. La última palabra (y a veces la única) la da la propia capacidad de hacer música. Recordé brevemente una conversación que había tenido con una violinista joven de Suiza, con la cual había compartido un asiento de tren, hacía un par de veces. La muchacha me había expresado su deseo de ser una “violinista completa”. Es decir: Un músico capaz que desenvolverse bien en cualquier ámbito, ya fuese como solista, como parte de un grupo de cámara, como concertino en una orquesta, etc. Poder formarse de forma íntegra. Y, debo decir, es una meta loable.
Cuando comenzábamos el último movimiento del trío, las puertas de la sala se abrieron silenciosamente. Por el rabillo del ojo observé a Indira que entraba con una chica de cabello corto y anteojos. Pocos minutos después, el resto de su cuarteto las precedió.
Esta vez no voy a extenderme en la descripción de la música que hicimos. Sí, pero, quiero aclarar que la accidental serie de sucesos que me llevó a llegar con media hora de retraso probablemente modificó todo el organigrama. Mientras Byron y los organizadores hablaban con nosotros, luego de nuestra ejecución, con mil consejos detallados sobre cómo mejorarla y en dónde poner la atención en vista a futuros ensayos, el cuarteto de muchachas esperaba. Los consejos seguían, con indicaciones página a página y el cuarteto esperaba. Luego nos dieron una breve información sobre el ciclo de conciertos… y las chicas esperaban. Finalmente nos despidieron, programando otra breve audición para la semana siguiente.
Cuando salí de la sala eran las 10:40. Técnicamente tendríamos que haber terminado a las diez.
Controlé rápidamente los últimos mensajes con Marta. Teníamos una clase programada para las 13:30, lo que me daba tiempo de relajarme un poco y almorzar. Sin embargo, luego de los nervios de la audición, no quería volver a casa. Me dirigí a las máquinas de café que se encontraban en el hall de entrada y volví a entrar silenciosamente a la sala de ensayos, con un vaso humeante en la mano. El pianista que había tocado conmigo también estaba allí.
No necesito aclarar que el nivel de preparación de ese cuarteto y la musicalidad general eran muy superiores a mi trío. Me senté en el fondo de la sala, a oírlas tocar. Byron sin duda había hecho un trabajo concienzudo a la hora de armar los grupos. Cada una de esas chicas dominaba perfectamente su instrumento y parecían comunicarse de forma casi intuitiva. El contrapunto entrelazaba cuatro historias diferentes de forma magistral.
Poco después, la música dio lugar a otra tanda de consejos (aunque muchos menos que los que había recibido mi trío, la verdad sea dicha) y la confirmación casi instantánea de su participación en el ciclo. Tres de las muchachas sonreían, pero Indira permanecía muy seria, lanzando breves miradas a su teléfono. Me pregunté si algo le estaría preocupando.
Apenas las liberaron, la muchacha guardó su violín a toda prisa y salió caminando con paso veloz, sin saludar a nadie.

Una semana después, volvía a salir de la sala de ensayos. Esta vez, diez minutos antes del turno del siguiente grupo. La suerte (o una obsesiva organización) me había permitido llegar a tiempo y, luego de algunos ensayos en el departamento del pianista, todo había mejorado. Nuestra participación en el ciclo estaba casi confirmada.
Encontré a Eleanor afuera de la sala, sentada ante una mesa, con sus auriculares y una sonrisa dulce de media mañana. Me sonrió apenas me vio y se quitó los airpod, indicándome que me sentase.
- ¿Cómo estuvo tu audición?-
- Mucho mejor- confirmé - ¿Ustedes van ahora?-
- Sí. Mi pianista debería estar por llegar. Nos dieron el horario del cuarteto porque Indira no podía venir, hoy. Está visitando departamentos desesperadamente-
La miré, sin entender.
- Parece que tiene que mudarse urgentemente. La residencia en donde estaba viviendo le avisó de un día para otro que necesitaban liberar su habitación. La semana pasada tenía programada una visita a un departamento cerca del teatro, luego de la audición… sin embargo, por algún motivo, llegó tarde y ya lo habían alquilado a una pareja, media hora antes- murmuró la muchacha.
Sentí un vacío en el estómago. ¿Podía ser que hubiese llegado tarde a su cita por el retraso en las audiciones?
Unos minutos después, el dúo entró en la sala y me quedé solo, sentado a la mesa.
Mi mente, siempre pronta al análisis, pensaba en la cadena de acontecimientos: Si Merlina no hubiese desenchufado el teléfono, ¿Habría salido con tiempo para evitar el traslado de mi vecino? Si hubiese llegado antes a la calle, quizás no me hubiese cruzado con el anciano y hubiese llegado a tiempo para tomar el autobús anterior. Todo parecía haberse concatenado fuera de mi control para provocar que llegase tarde al ensayo, retrasando todo, incluida la salida de Indira del teatro… y dejándola temporalmente sin un lugar en donde vivir.
Me plantee llamarla y disculparme. Pero no hubiese sabido qué decir.
“¡Hola! Lamento muchísimo que por culpa de mi vecino y mi gata hayas perdido la oportunidad de alquilar un departamento”. Sí, no sonaba bien.
Aún así marqué su número. Me detuve antes de apretar el botón de llamada. Es cierto que, unos meses atrás, jamás hubiese pensado en molestar a aquella mujer silenciosa y reservada con una llamada telefónica… pero últimamente el vínculo se había vuelto más cercano. Incluso habíamos tenido oportunidad de charlar profundamente, con un té en mano. Tenía que reconocer que se había revelado como una persona mucho más simple, divertida y abierta de lo que parecía a simple vista.
Suspiré y apreté el botón.

Nuevamente la cadena de acontecimientos se aceleró. La llamada fue breve, pero me llevó a un té en mi departamento. El té llevó a una cena improvisada, mientras el modo aleatorio de Youtube terminaba en un concierto del ciclo “Tiny Desk”. Nos quedamos callados aproximadamente media hora, oyendo una extraña colección de sonidos provenientes de un trío de violín, guitarra y percusión. La atmósfera era curiosamente relajada… e íntima de un modo muy amistoso. Me recordaba cómo me sentía cuando pasaba noches enteras escuchando rock progresivo con mis amigos, en mi adolescencia. Había algo de pequeño viaje hacia un mundo de sonidos que ambos desconocíamos.
Cuando el video terminó, ambos levantamos la vista, encontrándonos por sobre la mesa.
- Se hace tarde- murmuró Indira, con una media sonrisa, levantándose de la silla – Te agradezco muchísimo la cena y la charla-
- Gracias a vos. Espero de todo corazón que encuentres algún departamento- dije, levantándome también.
Volvimos a mirarnos, a unos pasos de la puerta. Sabía perfectamente que estábamos pensando lo mismo.
- Mirá, mientras buscás departamento…- comencé, terminando la frase con un gesto hacia el sofá que estaba en la sala que hacía a la vez de cocina y comedor. La verdad es que desde que me había mudado a aquél departamento, la cantidad de personas que habían dormido allí era alarmante. Paulo, Lisa, Lee (varias veces) e incluso Otto, durante un par de horas. Todos coincidían en que era inusualmente cómodo.
Indira torció la boca ligeramente. Me imaginé que sus dudas eran las mismas que las mías.
- Serían unos pocos días. Una semana, a lo sumo. Hasta encontrar algo. Te lo prometo- murmuró.

Dos días después, un sábado a la mañana, caminábamos cuesta arriba desde la estación de autobús, llevando cada uno una pesada valija. La mudanza fue sencilla, propia de una persona simple y austera que no carga con demasiados efectos personales. Y así como llegó el fin de semana, también se fue, rapidísimo. Comenzamos ambos una convivencia propia de dos personas ajetreadas que comparten el desayuno y la cena.
Las mañanas comenzaban temprano. Los primeros días, al salir de mi habitación, encontraba a Indira ya despierta, sentada sobre el sofá, con un gesto apacible y alegre y una taza de té en la mano, mirando por la ventana. La luz tenue de un sol mañanero rivalizaba con la sonrisa luminosa que me dedicaba. El desayuno era rápido, con una breve charla sobre la jornada que le esperaba a cada uno. Sin embargo, un día a mitad de la semana, abrí la puerta para encontrarla aún tumbada sobre el sofá, envuelta en una frazada, con un gesto entre risueño y culpable.
- En diez me levanto- prometió - ¿Querés que te cuente lo que soñé?-
Las noches eran un poco más largas. Por lo general teníamos tiempo de cocinar algo más elaborado y de charlar largo y tendido, compartiendo reflexiones de la jornada, pensamientos profundos, deseos para el futuro, miedos y anhelos. A veces, observándola en medio de un ataque de carcajadas, me costaba creer que aquella fuera la misma persona que apenas sonreía en la orquesta. Supongo que todos tenemos un lado oculto y maravilloso, que no se muestra con facilidad.
Tu corazón impar, siempre a contracorriente. Solo se deja ver, cuando se va la gente”, cantaba Jorge Drexler.

Así transcurrieron un par de semanas, que incluyeron la mañana de mi cumpleaños. No sé qué extraña alquimia nos une pero, como le dije una mañana, entre el café y unas galletas horrendas sabor hinojo, "Hay algo profundamente espiritual que complementa esta amistad. Como si el sol brillase un poco mas, ahora que estás acá".
Mientras termino de escribir este capítulo, tengo la taza negra a mi lado, llena de café con leche. Sobre el escritorio reposa otro regalo. Supongo que no estaba en sus planes, porque me lo dejó sobre la mesa, antes de salir a un ensayo, dos días después de mi cumpleaños. Una edición hermosa de los caprichos de Paganini, con una inscripción a lapiz, en la última página:


"Para mi amigo Martín.
Que acompañe tu camino como violinista.
Con cariño: In"














Comentarios

  1. Gracias por tu visita, no he leído todos los capítulos, pero sin duda este es de un descubrimiento de esa persona.
    Todos tenemos ese lado secreto de nosotros mismos que pocas personas son capaces de ver.
    Un saludo, feliz día.

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    1. Parafraseando a un escritor argentino que me encanta: "Hay un capítulo de un perro, otro sobre un tipo, uno de un árbol, uno de una vieja... y creo, que uno de un león".
      Siempre es un placer, Campirela. Gracias por leer :)

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