Capítulo 13: 20 de abril, 2025.

La imagen parecía extraída directamente de las novelas fantásticas que amaba de chico y que, ahora en mi adultez, intento seguir integrando en mis momentos de disfrute literario: llovía torrencialmente y, a través de la ventanilla del tren, se veía un paisaje de bosques y montañas, apenas iluminado por una luz matinal cubierta de nubes negras.

- ¿En qué pensás?- preguntó Anastasia, luego de media hora de mutismo absoluto por mi parte.
La muchacha estaba sentada frente a mí, con una pequeña pila de partituras entre las manos. Su largo abrigo negro y su bufanda carmesí se encontraban prolijamente doblados en el asiento de al lado. En el espacio libre entre los dos pares de asientos enfrentados, los violines dentro de sus estuches se balanceaban ligeramente, como si bailasen juntos.
Aparté la vista de la ventana, cambiando la tormenta en la que me había perdido durante media hora por el rostro pálido de Anastasia. Ambos vestíamos una remera negra de mangas largas, aunque completamente por casualidad. Unos jeans gastados completaban su atuendo, contrastando con los rasgos delicados de su rostro.
- En que preferiría no tener que dormir allá- respondí, con toda sinceridad.
- ¿Por tu exagerado sentido de la educación? ¿Por qué extrañás tu propia cama? ¿Por temor al maestro?- aventuró la chica, con una media sonrisa.
- En ese orden- asentí, sonriendo también.
Volví a inclinarme hacia la ventanilla y solté un suspiro involuntario. Llevábamos dos horas de viaje y aún quedaba una. Por lo general siempre teníamos muchísimo de qué hablar. Pero el vagón completamente vacío, la lluvia y la poca luz que entraba habían calado en nuestro habitual buen humor.
Nos dirigíamos a una de las residencias de Byron. Y me disculpo con el lector si, luego de los cuentos de navidad, el blog cayó en uno de sus habituales mutismos. En seguida lo soluciono:

¿Los personajes? Desparramados por el mapa. Lee sigue recibiendo encargos de orquestas varias, Paulo se estableció definitivamente en Croacia con Silvia... y Alizee, para alegría de todos, conoció un muchacho turco al que le falta una pierna (a veces temo que los lectores me acusen de mentiroso o exagerado, pero ya ven que la realidad siempre se muestra más rica en detalles raros que cualquier historia que yo pudiese inventar).
Sobre mí... recordarán que, luego del último concierto, mi cuerpo se negaba a hacer música. La situación no había mejorado, pasado el evento, si no que había empeorado en las semanas sucesivas. Mis brazos se tensaban con tan solo pensar en el violín y, a menudo, mis manos se crispaban dolorosamente, mientras cocinaba o trabajaba en las traducciones. Por supuesto, bastaba con tomarme un par de segundos y relajar el cuerpo para que volviesen a la normalidad… pero tan pronto como me volvía a concentrar en lo que estaba haciendo, mis manos volvían a cerrarse.
Así había pasado un par de semanas sin tocar. Esperaba que la tensión desapareciese, pero pronto comprendí que tendría que aceptar la ayuda que Byron había ofrecido, a la salida del teatro.
Mientras tanto, desde diciembre, había comenzado a almorzar con Anastasia una vez por semana. No recuerdo cómo comenzó aquella costumbre, pero era una pausa muy agradable en mi rutina. Era casi como los almuerzos con los Peripatéticos en el barrio Guevara: un espacio para compartir pensamientos, para disfrutar de la mutua compañía, para quitarse algunas cosas de la cabeza.
El acuerdo era claro y tácito: Yo cocinaba, ella se encargaba del postre y la bebida. Y tengo que decir que lográbamos sorprendernos gratamente, el uno al otro. Mientras tanto, semana a semana, una sólida confianza se iba forjando entre nosotros.
Apenas supo de la oferta de Byron, Anastasia se mostró muy emocionada. Insistió en la ayuda invaluable que el hombre le había prestado y me instó a aceptar la oferta.
- Mirá, actualmente somos un grupo de cuatro músicos que tomamos clase cada vez que el maestro nos llama. Por lo general son sesiones largas, que duran toda la mañana. La idea es estar todos presentes porque incluso el intercambio con otros músicos es muy útil. Cada uno interpreta una obra, el maestro corrige y hace sugerencias… y todos aprendemos. A veces incluso hay lugar para el debate entre nosotros. Es un excelente ejercicio para crecer como músico- me explicó.
Una semana después, me encontraba en uno de los salones del teatro. Junto a mi se encontraba un muchacho joven de mirada socarrona. Era el único que vestía de forma informal: unos jeans deshilachados y una remera a franjas rojas y blancas, sobre otra remera gris de mangas largas. Su ropa, junto al pelo pajizo que le caía sobre los hombros y una barbita descuidada, le daban el aspecto de un skater. Se había presentado como Enomia, sin dejar de masticar un chicle. Me pregunté si sería su nombre o un pseudónimo.
Junto a Anastasia, con quien conversaba animadamente, se encontraba un chico alto. Una cascada de cabello rizado y castaño le caía sobre los hombros y sus rasgos eran delicados. El hecho de que se presentase como Rafael fue un detalle que encontré irónico, pues el parecido con los modelos del pintor era evidente.
Un par de minutos después, una chica regordeta de aire simple entró a la sala. Traía un estuche de flauta entre las manos, destacándola de entre el resto, todos violinistas.
Tengo que admitir que esa clase, así como las siguientes, había resultado muy provechosa. Como había dicho Anastasia, cada uno llevaba una obra sobre la cual quisiera trabajar. En esas largas sesiones se podía escuchar de todo: piezas del periodo barroco, clásico o romántico. Byron se sentaba en un enorme sillón y observaba, con gesto concentrado e impasible. A veces interrumpía la ejecución para corregir algún detalle o simplemente añadir algún comentario de tinte histórico o anecdótico que ayudase a entender el contexto que encerraba la obra (a veces estos comentarios se convertían en largos monólogos que todos escuchaban sin interrumpir). En mas de una ocasión, incluso, lo había visto sentarse delante de un enorme piano de cola para acompañar al intérprete, realizando él mismo la parte de la orquesta, o para ejemplificar el fraseo de algún pasaje. Pese a mi instintivo desagrado por aquél hombre, tenía que reconocer que se trataba de un músico muy completo. Pocas veces había visto a alguien capaz de recordar conciertos enteros de memoria y de desgranarlos sobre un piano sin necesidad de práctica previa.
Solíamos encontrarnos una vez por semana, desde la primera hora de la mañana hasta pasada la hora del almuerzo. Y, si bien el ambiente era relajado, había un mensaje que sobrevolaba constantemente. Una especie de elefante en la habitación: “El único modo de triunfar en este mundo es a través de mis consejos. Quien quiera escucharme y seguirme, va a lograrlo. El resto solo está perdiendo el tiempo”.
El nivel de los músicos era excelente. Ambos violinistas rivalizaban con Anastasia en cuanto a pericia técnica, aunque ninguno igualaba su natural musicalidad. Sin embargo, todos ellos eran un ejemplo de virtuosismo.
Así había sido durante meses. Parte de las correcciones de Byron estaban dirigidas a mi cuerpo. A la armonía con la que mi espalda, antebrazo y muñeca trabajaban para dar forma a la música como si se tratase de pinceladas. En ocasiones intentaba convencer a mi mente de que el miedo no era el modo de encarar una tarea artística. Parecía increíble que se tratase del mismo hombre al que había oído tratar una entera orquesta de “mercenarios sin futuro”. Por supuesto que sus modales señoriales, fríos y por momentos casi despectivos, seguían ahí. Su rostro oscuro se ensombrecía por momentos, mientras algún músico interpretaba. Y de sus labios gruesos jamás había visto el mínimo atisbo de una sonrisa. Nada en él delataba la más mínima emoción. Pero todos parecían seguir sus consejos como si se tratase del mesías de la música.
Con el tiempo, debo reconocerlo, comencé a notar que mi cuerpo volvía a pertenecerme. Mis brazos comenzaron a aflojarse y lentamente volvía a sentirme en comunión con mi instrumento.

Hacia finales de abril, si me permiten volver al comienzo de este capítulo, Byron tuvo que retirarse a una de sus residencias por lo que definió como “burocracia impostergable”. Sin embargo, eso no detuvo las lecciones. Su último mail, dirigido al grupo de músicos, nos informaba que debíamos presentarnos allí luego del almuerzo. Las habitaciones, concluía, estaban ya preparadas. Y era esa la parte que me había provocado un escalofrío en la espalda.
A las 14:15, el tren se detuvo en una estación desierta.
Y cuando digo desierta… me refiero a que era solo un andén, a lo largo del cual discurría un camino de asfalto con algunos asientos viejos de madera. Las vías se extendían hacia el horizonte y, alrededor, todo era campo sin cultivar. La zona se veía agreste, incluso descuidada.
Al menos había dejado de llover, pero la borrasca había dado paso a una densa niebla que hacía imposible ver más allá de un par de metros.
- Supongo que no es la primera vez que venís- aventuré, mientras nos colgábamos los estuches a la espalda y echábamos a andar por un sendero que se internaba entre los campos.
- No. Llevo ya un par de años aprovechándome de la hospitalidad del maestro- rió Anastasia. El sonido de nuestros pasos parecía amplificarse en medio de la niebla. Curiosamente el sendero estaba lo suficientemente seco como para recorrerlo sin temor a resbalar.
Pocos minutos después, una enorme casa de estilo colonial apareció entre la niebla. Al llegar ante la puerta, nos anunciamos con un timbre que pareció reverberar en el aire húmedo a nuestro alrededor. Mientras el eco se perdía, noté que no había oído aves u otros animales desde que habíamos bajado del tren.
La puerta se abrió con un oportuno chillido y fuimos recibidos por una mujer rolliza, de aspecto extranjero. Podía ser de Albania, Bulgaria, Rumania, o cualquier otro país de Europa oriental. Llevaba unas ropas holgadas, un largo delantal y el cabello recogido en dos trenzas.
La mujer sonrió a Anastasia y se apartó para dejarnos pasar. Ambas se tomaron de las manos durante un instante, sin pronunciar palabra.
- Los muchachos ya están aquí. El maestro los está esperando- murmuró. E inmediatamente se giró hacia mí, extendiéndome una mano enorme. El apretón fue cálido y firme. Yo no pude articular palabra, salvo un torpe “Encantado. Y gracias”.
Mientras nos conducía a través de pasillos, yo observaba todo a mi alrededor. El lugar era tal y como me lo había imaginado: ricamente decorado con alfombras y cuadros de todo tipo. Cada tanto se veían retratos de hombres similares a Byron, alternados entre pinturas de paisajes de todo tipo. Recorrimos un largo pasillo sembrado de puertas, hasta llegar a una que permanecía entreabierta. La muchacha se limitó a saludarnos con una respetuosa inclinación de la cabeza y se fue apresuradamente.
Dentro, la sala parecía una réplica de aquella en donde habían ocurrido las audiciones para integrar la orquesta. Un enorme ambiente dominado por un escritorio y una butaca de aspecto señorial. A lo largo de las paredes había algunas sillas y un sillón. Por supuesto, allí también se encontraban los enormes cuadros que representaban a la familia Byron. Una embajada de figuras imponentes, a quienes la sonrisa parecía algo completamente ajeno.
La tarde transcurrió de forma similar a las mañanas en el teatro. Quizás con la única diferencia de que los monólogos eran más frecuentes y largos. Hubo menos espacio para la música y más para el “conocimiento verbal” como lo había llamado Rafael irónicamente, algunas semanas atrás. Hacia las 5, la mujer rolliza se presentó con un servicio de té y una bandeja llena de scones. La pausa fue excelentemente recibida por todos, yo incluido: los scones tienen un lugar especial en mi memoria, luego de probarlos durante un viaje a Dublin.

Poco antes de las ocho de la noche, Byron dio por finalizada la jornada. Dedicó unas breves palabras para felicitarnos por los logros obtenidos (por supuesto, sin la más mínima emoción en su voz aterciopelada) y nos indicó que la cena estaba servida en el “comedor principal”.
Luego de guardar los instrumentos, mientras los muchachos salían, sentí un leve toque sobre mi hombro.
- Si me permite un momento, Jacob…- murmuró el hombre.
Asentí con la cabeza. Byron se dirigió a su escritorio y me señaló una butaca enfrente a la suya, con un gesto de la mano.
- Hábleme de ese brazo, estimado Jacob- pidió, atravesándome con la mirada, una vez que me hube sentado.
- Espero que la mejoría se note en mi música- repuse, sin saber qué responder.
- Efectivamente se lo ve más suelto. Pero espero que sepa que el camino recién comienza. Recuperarse es apenas el primer paso… espero dedicación de usted-
Asentí con la cabeza, a falta de palabras. El hombre me indicó que me pusiese de pie, con un gesto.
Suspiré. Ahí íbamos de nuevo. 
No sabía si los otros músicos estaban sometiéndose también a esa parte informal de las clases o solo dedicaba ese tiempo a mí. Pero, de vez en cuando, Byron proponía extraños ejercicios de autopercepción. No sé si es por mi mente desconfiada o por el aura de amenaza que siempre me inspiró el hombre... pero aquellos ejercicios terminaban siendo algo oscuros.
- Violín- dijo. Y yo adopté rápidamente la mímica de llevar mi instrumento al hombro y sostener un arco imaginario por encima. Byron caminaba a mi alrededor, con pasos que apenas alcanzaba a oir. Yo, como era habitual en esos ejercicios, tenía mis ojos cerrados (un detalle que a mi parte más animal no le gustaba en absoluto).
- Hombros, Jacob... el problema no es el brazo, recuerde. La tensión la está acumulando en los hombros y la espalda. Relaje- la voz profunda y aterciopelada me llegaba desde algún punto a mi izquierda. Una oleada de ansiedad comenzó a llegar, sugiriendo a mi cuerpo que se preparase para luchar o huir.
- Hoy vamos a probar algo distinto- sugirió, volviendo a caminar en círculos - ¿De dónde cree que viene la música, Jacob?-
Un sinfin de respuestas acudieron a mí... todas descartables. Por suerte, aquello era más un monólogo que una conversación.
- Vamos a suponer que la música viene del estómago. Nace en nuestras entrañas, se extiende por el tronco, viaja a través de nuestros brazos y llega al instrumento. Quiero que relaje el estómago, Jacob. Quiero ver como esa música fluye-
Me concentré, notando que mi cuerpo respondía haciendo exáctamente lo contrario. Ahora no solo mis brazos estaban tensos. Sentía también un molesto nudo en la boca del estómago.
- Usted quiere hacer música, Jacob, pero piensa demasiado- la voz, que se movía a mi alrededor, también parecía acercarse. - Usted renunció a sentir hace tiempo... y eso es ridículo. La música no nace de la teoría. La música está viva. Es una fuerza que nos recorre y que intentamos controlar, pero siempre es más fuerte. Usted, Jacob... tiene que aprender a dejar que ciertas cosas fluyan-
La voz calló durante varios segundos. Yo me sentía como si alguien estirase una bandita elástica junto a mi cara, sin soltarla. Y estirase. Y estirase. Y estirase. No sabía cuándo iba a llegar el impacto. Y, cuando sentí que ya no podía más, oí la voz pegada a mis oídos:
- Usted necesita dejar ir ciertas pérdidas. Olvidarse de los muertos-.
Abrí los ojos. Intentando controlar los latidos de un corazón desbocado. Miré a mi alrededor, buscando a Byron. Inexplicablemente, el hombre se encontraba sentado en su butaca, en el escritorio. A dos metros de distancia.

Veinte minutos más tarde, nos encontrábamos todos sentados alrededor de una enorme mesa. El lector puede añadir mentalmente algún adjetivo elegante… digamos que era de nogal, ébano, o algún tipo de madera de gente adinerada. La realidad es que el ambiente en general expresaba una fría opulencia: la vajilla se veía rica e inmaculada, cada cosa parecía estar en su lugar, las fuentes con comida humeaban, atrayentes. Las paredes estaban revestidas de madera y, como no podía ser de otra forma, allí también habían cuadros que mostraban distintos paisajes.
La conversación carecía por completo de la animosidad a la que yo estaba acostumbrado. Básicamente se trataba de una continuación del monólogo de Byron, salpicado con algunas preguntas que los muchachos despachaban con respuestas veloces, sin entrar demasiado en detalles. Supongo que yo podría haberme relajado y seguido el juego… pero había algo desagradable en aquél protocolo. Comenzaba a arrepentirme de haber venido.
Byron nos llevo a través de diversos argumentos, de índole más o menos personal. Indago sobre la experiencia musical de todos nosotros, nuestros motivos para acercarnos al instrumento, nuestra familia, ciudad de origen, opiniones varias sobre algunas personalidades destacadas del mundo de la música… y yo observaba a mis compañeros. Si bien era cierto que ninguno de ellos se veía particularmente relajado, tampoco parecían excesivamente incómodos.
Recordé una extraña historia que había oído hace algunos años, sobre un grupo de personas sentadas a la mesa con un hombre con cabeza de búho. Solo uno de ellos intentaba preguntar sobre la extraña condición de su anfitrión… el resto parecía ignorarlo deliberadamente.
El ambiente en la mesa se sentía igual. Era evidente que algo no funcionaba, aunque no podría haber dicho qué. Pero era evidente que todos intentábamos ignorarlo.
Una vez despachado el postre, Byron nos saludó formalmente y nos guio hasta nuestras habitaciones. Tras despedirnos rápidamente, cada uno de nosotros entró por una puerta.
No sé bien cómo explicar lo que ocurrió a continuación. Pero supongo que cualquier lector que haya seguido la historia podría entenderlo.
La habitación era cómoda y austera. Se trataba de un ambiente de tamaño medio, con una cama de madera y un ropero. Si bien no había ventanas, me imaginé que estaba cerca del borde de la vivienda, porque podía oír claramente la tormenta, afuera. Además del a puerta por la que había entrado, a un lado de la habitación había otra puerta, hecha de una madera algo más vieja, que daba a un pequeño baño.
Caminé unos pasos y me senté sobre la cama.
Sí, las sensaciones eran las mismas. El crujido de los resortes, el peso áspero de las frazadas, el tacto de la almohada. Y la habitación era tal y como la recordaba, aunque de aspecto menos añejado. Como si las imágenes en mi memoria perteneciesen a un futuro distante.
Respiré profundamente, mientras comenzaba a desvestirme. No podía quitarme aquella vieja pesadilla de la cabeza. Dudé seriamente sobre si debía meterme en la cama. De hecho, ahí estaba nuevamente el dolor en el estómago.
Allí me quedé, mientras dejaba pasar el tiempo, escuchando la tormenta. Sin poder distinguir entre los juegos de mi propia mente y la realidad de lo que estaba viviendo. Todo parecía real, incluso mis fantasías mas oscuras. La figura del director que parecía saberlo todo sobre mi, incluso las partes más dolorosas. La opinión de Paulo sobre que algo extraño ataba a los músicos a la More Lucky. La historia de Anastasia sobre su resurgir musical. Los eventos caóticos que me habían llevado a intentar aquella audición y unirme a la orquesta. La casa en medio de la nada y la tormenta afuera. La habitación con la que había soñado vívidamente, un año atrás.
Y los pasos. Los pasos que comenzaban a oírse claramente acercándose por el pasillo, mientras un viejo reloj, en algún lugar de la casa, comenzaba a contar las campanadas.














Comentarios

  1. Querido amigo, me llevó un buen rato leer todo y me quede con las ganas de seguir leyendo, una historia bella por la música, los amigos, pero con cierto misterio.
    De quien serían esos pasos que se acercaban a tu habitación?
    Me gustaría que sean de Anastasia.
    Me encanta tu historia, es un placer leerte.
    Abrazos y te dejo un besito
    *♥♫♥**♥♫♥**♥♫♥*--*♥♫♥**♥*

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    Respuestas
    1. ¡Querida! Temía que hubieses dejado el mundo del blog. Fue una alegría saber de tu nuevo proyecto.
      Este capítulo se relaciona directamente con el capítulo 8. Hace un par de años, exactamente por la época en que conocí a Byron, viví una serie de eventos desafortunados que marcaron un periodo algo oscuro en mi vida. Supongo que será difícil de creer, pero por esas fechas soñé repetidamente con la habitación en la que dormí la semana pasada, en casa de Byron.
      Los pasos... lo dejo a tu criterio. Pero te recuerdo que esta no es una historia romántica, sino una sobre desgracias fortuitas.

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