Cuentos de navidad, edición 2024: "Alizee"
Desde uno de los parlantes de la estación se oía un repiqueteo metálico, rápido y constante. Llevaba así varios minutos.
El otro parlante no funcionaba. Colgaba inerte de su soporte, con un par de cables pelados que se mecían al viento.
La estación de tren de Flaminia no era grande. Ni siquiera parecía una estación. Desde una de las calles periféricas de la ciudad se llegaba a una pequeña construcción, de paredes descascaradas, con un par de enormes puertas de vidrio. Tras ellas, se encontraba una pequeña sala de espera, un par de máquinas expendedoras de pasajes (una apagada y la otra claramente rota) y un mostrador en el que probablemente trabajarían los empleados de la empresa de trenes nacionales. El mostrador, como era de esperarse, estaba vacío. Y las luces de la sala de espera, apagadas. La escena bien podría haber formado parte de una película postapocalíptica.
Del otro lado de la sala, otro par de puertas precedidas por dos largos bancos de madera daban a los andenes. Fuera, un par de bancos de piedra se alzaban como mudos testigos de que alguna vez alguien se había sentado allí. Y que hasta quizás hubiese tomado un tren.
Perdón, exagero. Estoy con la moral algo baja y, cuando me ocurre así, me puedo poner un poco cínico.
Seguro que Flaminia es una hermosa ciudad y su pequeña estación de trenes recibe cientos de viajeros todos los días. Pero no hoy. No el 25 de diciembre. Hoy no hay señales de vida. Y tampoco trenes.
¡Feliz navidad, lector!
Supongo que podría aprovechar para agradecer la presencia de quienes acompañaron el blog durante 2024. Aprecio muchísimo cada comentario y cada intercambio. Saber que la parodia irónica de mi propia vida puede interesar, entretener, o hacer reír a alguien es un regalo mejor que cualquiera que podría encontrar en el arbolito.
Espero que quien lea esto haya pasado un hermoso 25 de diciembre, rodeado de sus afectos, ya sean familia o amigos…
Y no sentado en un banco de piedra, delante de un anden vacío, esperando desde hace 3 horas un tren que no llega.
Bien saben que la música es una parte fundamental de este relato, así que permítanme describirles lo que llegaba a mis oídos durante aquellas horas de espera.
Por supuesto, ya les hablé del insistente repiqueteo metálico que comenzaba a sonar sin motivo aparente. En una situación normal, era el aviso de que estaba por llegar un tren. Unos segundos antes de que el enorme coloso metálico comenzase a perfilarse sobre el horizonte, acercándose a toda velocidad, un repiqueteo metálico salía de los parlantes de la estación y una voz automática anunciaba el horario, número de tren y destino final del viaje.
Mi tren, concretamente, tendría que haber pasado a las 7:23.
El itinerario era sencillo: Saldría de La Paz a las 5:30, llegando a Flaminia a las 7:05. Desde allí, el tren de las 7:23 me llevaría hasta Valle Claro. Llegaría poco después de las diez y media de la mañana. Con tiempo de sobra como para llegar a la casa de los padres de Alizee.
Mi teléfono se había quedado sin batería alrededor de las 9:30. Por lo que no sabía qué hora era, pero suponía que ya serían más de las diez.
El viaje había comenzado de forma tranquila. Habíamos partido puntuales de La Paz. Cuando bajé del
El otro parlante no funcionaba. Colgaba inerte de su soporte, con un par de cables pelados que se mecían al viento.
La estación de tren de Flaminia no era grande. Ni siquiera parecía una estación. Desde una de las calles periféricas de la ciudad se llegaba a una pequeña construcción, de paredes descascaradas, con un par de enormes puertas de vidrio. Tras ellas, se encontraba una pequeña sala de espera, un par de máquinas expendedoras de pasajes (una apagada y la otra claramente rota) y un mostrador en el que probablemente trabajarían los empleados de la empresa de trenes nacionales. El mostrador, como era de esperarse, estaba vacío. Y las luces de la sala de espera, apagadas. La escena bien podría haber formado parte de una película postapocalíptica.
Del otro lado de la sala, otro par de puertas precedidas por dos largos bancos de madera daban a los andenes. Fuera, un par de bancos de piedra se alzaban como mudos testigos de que alguna vez alguien se había sentado allí. Y que hasta quizás hubiese tomado un tren.
Perdón, exagero. Estoy con la moral algo baja y, cuando me ocurre así, me puedo poner un poco cínico.
Seguro que Flaminia es una hermosa ciudad y su pequeña estación de trenes recibe cientos de viajeros todos los días. Pero no hoy. No el 25 de diciembre. Hoy no hay señales de vida. Y tampoco trenes.
¡Feliz navidad, lector!
Supongo que podría aprovechar para agradecer la presencia de quienes acompañaron el blog durante 2024. Aprecio muchísimo cada comentario y cada intercambio. Saber que la parodia irónica de mi propia vida puede interesar, entretener, o hacer reír a alguien es un regalo mejor que cualquiera que podría encontrar en el arbolito.
Espero que quien lea esto haya pasado un hermoso 25 de diciembre, rodeado de sus afectos, ya sean familia o amigos…
Y no sentado en un banco de piedra, delante de un anden vacío, esperando desde hace 3 horas un tren que no llega.
Bien saben que la música es una parte fundamental de este relato, así que permítanme describirles lo que llegaba a mis oídos durante aquellas horas de espera.
Por supuesto, ya les hablé del insistente repiqueteo metálico que comenzaba a sonar sin motivo aparente. En una situación normal, era el aviso de que estaba por llegar un tren. Unos segundos antes de que el enorme coloso metálico comenzase a perfilarse sobre el horizonte, acercándose a toda velocidad, un repiqueteo metálico salía de los parlantes de la estación y una voz automática anunciaba el horario, número de tren y destino final del viaje.
Mi tren, concretamente, tendría que haber pasado a las 7:23.
El itinerario era sencillo: Saldría de La Paz a las 5:30, llegando a Flaminia a las 7:05. Desde allí, el tren de las 7:23 me llevaría hasta Valle Claro. Llegaría poco después de las diez y media de la mañana. Con tiempo de sobra como para llegar a la casa de los padres de Alizee.
Mi teléfono se había quedado sin batería alrededor de las 9:30. Por lo que no sabía qué hora era, pero suponía que ya serían más de las diez.
El viaje había comenzado de forma tranquila. Habíamos partido puntuales de La Paz. Cuando bajé del
tren, en Flaminia, me sorprendió un poco la esterilidad de la estación. No solo por su sencillez, que casi rayaba el abandono, sino por la falta total de gente. Consciente de que el siguiente tren debía llegar en poco menos de veinte minutos, me había acomodado en uno de los bancos de piedra que bordeaban el anden. Había amanecido hacía poco y aún se podía ver una capa de escarcha que cubría el césped. La mañana era fría y clara.
Diez minutos después, la voz automática del parlante anunció el retraso del tren de las 7:23.
A partir de entonces, no había vuelto a hablar.
Bueno, sí… pero yo no lograba entender qué decía. Cada quince o veinte minutos, comenzaba a oírse el repiqueteo metálico y la voz decía algo inentendible. Sonaba distinta de la voz monótona y masculina que siempre usaban para esos anuncios. Ahora casi parecía una voz gastada y enferma que salía de una radio mal sintonizada.
“Ushke… lyemmar… oishta… nekkembeh… yoh…”
Era lo que parecía decir. Aunque se oía tan distorsionado que podría haber dicho cualquier otra cosa. Una cosa era segura: no estaba anunciando trenes.
Las cuatro o cinco primeras veces que había oído el repiqueteo, había agarrado mi mochila rápidamente y me había puesto de pie. Había permanecido al borde del andén, oteando hacia el horizonte. El repiqueteo continuaba insistentemente, mientras la extraña voz volvía a hablar en su idioma inentendible. Varios minutos después, el repiqueteo cesaba. Y no había rastros de mi tren.
Esa situación se había repetido innumerables veces. Y no había tren.
Luego de una hora de espera me había levantado para estirar un poco las piernas. Había entrado en la estación, para encontrar el mostrador vacío y las máquinas expendedoras de boletos completamente inservibles. Desde las puertas vidriadas se veía un poco de la ciudad. Un par de calles y muchas casas y árboles. Tampoco se veía gente, allí, pero eso me parecía un poco más normal. A fin de cuentas, era la mañana del 25 de diciembre. Una mañana que, de a poco, comenzaba a llegar a su fin.
Volví al banco de piedra y miré la pantalla negra de mi teléfono, más por costumbre que por otra cosa. Maldecía internamente el haber pasado los últimos 5 años sin cambiar a un modelo más actual. La batería duraba cada vez menos. Al menos tenía la tranquilidad de haber avisado a Alizee sobre el retraso. Aunque a las siete de la mañana, ella probablemente aún dormía.
Alizee… mis pensamientos volvían constantemente a la muchacha. ¿Se podía saber cómo había terminado yo en una estación de tren, en medio de un viaje para compartir un almuerzo de navidad con una amiga y sus padres?
Si un par de años atrás me hubiesen dicho cómo pasaría las fiestas de 2024, probablemente no lo hubiese creído. Mi mente me recordaba insistentemente la forma en que nos habíamos conocido. Su hostilidad inicial, aparentemente injustificada. Su total reserva para con el resto de los miembros del grupo. Su gusto por la soledad y su total resistencia ante cualquier forma de contacto físico.
Alizee era la que confirmaba a último momento su presencia en las reuniones, si es que venía. La que a menudo permanecía en silencio, observándonos. La que se abstraía durante largos ratos observando el comportamiento de su perro, Otto. La que saludaba agitando la mano, con una sonrisa vaga.
¿Cuándo había cambiado, todo eso? Y sobre todo, ¿Cuándo habían cambiado las cosas entre nosotros?
Si tenía que colocar dos fotografías de la muchacha, una de la época en que la había conocido y otra actual, las diferencias eran notables. No solo en su lenguaje corporal, que ahora parecía más seguro o en su larga melena que ahora llevaba corta a la altura de los hombros. Algo muy profundo había cambiado. Algo que parecía haberse desarrollado de forma positiva.
Cambié de posición sobre el banco de piedra. El frío comenzaba a metérseme en los huesos, pero no tenía ganas de entrar a la sala de espera.
¿Era verdad que la última vez que la había visto nos habíamos despedido con un abrazo? Había sido en la parada del autobús que partía hacia los barrios periféricos de La Paz. Luego de mi educada negativa inicial (siempre igual, yo) ante su invitación navideña, le había prometido pensarlo. Habíamos pasado los últimos minutos charlando sobre Paulo y Silvia. Ni yo ni ella nos alegrábamos demasiado de ver partir a nuestros amigos, a pesar de que sabíamos que era lo mejor. Antes de subir al autobús, me había estrechado durante un instante. Un gesto que parecía decir “Yo también los voy a extrañar… pero al menos acá estamos nosotros”.
Sin duda se había convertido en uno de los vínculos que yo más atesoraba, en aquella tierra extraña, además de mi amistad con Paulo. La sensación de pertenecer a un grupo siempre era reconfortante, pero con ellos dos había algo más. Algo distinto en cada uno. Pero algo, en fin.
El vínculo con Paulo se sentía cercano. Sencillo, rústico, terrenal. Una amistad sólida entre dos hombres que se quieren y que comparten lo más sencillo que la vida tiene para ofrecer. Un disfrutar del tiempo juntos acompañando larguísimas charlas con interminables botellas de vino.
Alizee, por otro lado… casi parecía un vínculo etéreo. La sensación de complicidad era constante. El necesitar menos palabras para entendernos. El compartir el silencio sintiéndonos a gusto. El saber que disfrutábamos del mismo placer por la soledad y que incluso esa soledad podía compartirse, sin temor a invadirnos. Había algo en esa amistad que parecía escaparse de lo esperable en estos tiempos modernos.
Pero, ¿Cómo había ocurrido? ¿Y cuándo?
Decidí dejarlo estar. Tenía preocupaciones más urgentes. El mediodía comenzaba a acercarse y aún no había rastro de mi tren. Aquello definitivamente no era un retraso. Luego de casi tres horas de espera, comenzaba a ser evidente que el tren no llegaría.
¿Qué debería hacer entonces? Porque tampoco había visto trenes que volviesen a La Paz. La estación había permanecido vacía durante horas. Como si estuviese en una vieja ciudad abandonada. Ni trenes ni personas habían roto la monotonía de la espera.
En algún momento de la mañana había inspeccionado a fondo la sala de espera, buscando alguna toma de corriente en donde poner a cargar mi teléfono para poner al tanto a mi amiga. Nada. La única solución posible parecía aventurarme en la ciudad, esperando encontrar algún negocio, bar o restaurant abierto. Sin embargo eso podía significar perder el tren que estaba esperando. Eso claro, suponiendo que aún planease pasar. Si al menos hubiese alguien en el mostrador…
La frustración y la vergüenza comenzaban a crecer en mí. Sabía perfectamente que el retraso no era mi culpa… y sin embargo me avergonzaba mucho la idea de llegar tarde al almuerzo. O incluso de no llegar. Y todo sin avisar. Me preguntaba si los padres de Alizee estarían ofendidos.
Sabía poco sobre aquellas personas. Solo que eran miembros de un importante cuerpo de investigación del país. Exmiembros, de hecho. Ahora estaban jubilados. Me los imaginaba como una pareja de personas mayores, ordenados y pulcros, muy señoriales. Francamente no sabía que esperar. ¿Porqué había aceptado esa invitación?
“Porque no querías pasar otra navidad solo”, me respondí de inmediato, “Porque te conmovió su invitación. Porque la idea de compartir con la familia de una amistad cercana te parecía emocionante”.
Suspiré. Sí, probablemente todo se debía a haber leído Harry Potter cuando tenía 5 años.
Una campana sonó a lo lejos. Doce veces, exactamente. Volví a mirar mi celular inerte, sorprendido. ¿Ya era mediodía?
Sí, efectivamente. El sol estaba justo encima de mí. Un sol que resultaba reconfortante, entre el viento frío que recorría los andenes y la sobriedad del banco de piedra en donde había pasado una mañana entera sentado.
¿Tenía algún sentido seguir esperando? ¿Debería ir a la ciudad? ¿Buscar un taxi? ¿Olvidarme de todo eso? ¿Intentar hacer algo con mi teléfono?
Mi estómago comenzó a quejarse. No sabía si era por el hambre o por los nervios. ¿Porqué a mí? ¿Porqué justo hoy tenían que encadenarse los eventos para malograr un viaje?
La tensión y el mal humor seguían creciendo, conforme pasaba el tiempo.
El mediodía llegó y se fue. Sin novedades de ningún tipo. Sin que el viento amainase. Sin que yo lograse decidirme sobre qué hacer.
Incluso, desde hacía ya un rato largo, los parlantes permanecían mudos. La voz profunda y rasposa ya no hablaba en su lengua extranjera. Durante uno de mis breves momentos de humor, me había imaginado a un insecto gigante, tan grande como yo, que vivía en alguna habitación oculta de la estación de tren. Me había imaginado algo como un gigantesco escarabajo, con un sombrero de copa, un monóculo en uno de sus ojos y unos poblados bigotes blancos, oculto en una pequeña sala con los horarios de tren en mano, hablando en una extraña lengua a través de un micrófono.
Me hubiese gustado conocerlo. Probablemente nos hubiésemos hecho amigos. A pesar de la barrera idiomática.
El viento comenzó a soplar con más fuerza. Y mi cabeza comenzó a tararear un vals de Yann Tiersen.
Sí, esa es otra costumbre que no puedo controlar. Agregar música a las situaciones. Siempre. Ya sea que me encuentro en un buen momento o en una situación desesperante como aquella, eventualmente mi cabeza va a encender la música. Lo bueno es que siempre hay variedad. En este caso, las tristes notas de un acordeón marcaban un lento vals francés. Ojalá hubiese tenido mi violín a mano.
Cuando las últimas notas del vals dejaron mi cabeza en silencio, mis pensamientos volvieron a Alizee. No me hubiese venido mal un abrazo en ese momento.
“En fin”, pensé, agarrando mi mochila. Supuse que era hora de tomar la situación por los cuernos e internarme en Flaminia para buscar ayuda. Era evidente que el tren no iba a pasar.
Justo cuando salía de la estación por la puerta de entrada, el escarabajo gigante volvió a hablar.
“Nesh… oukhie… lamhar…”
E inmediatamente después, la conocida voz de la compañía de tren.
“Anuncio de retraso. El tren número 4803, con destino a Valle Claro, llegará a la estación de Flaminia a las 14:41, en lugar del horario programado de las 7:23. Lamentamos las molestias”.
¿Sería verdad?
Atardecía cuando el tren llegó a Valle Claro. Calculaba que serían casi las seis de la tarde.
No tenía idea de con qué me iba a encontrar, cuando dejase la estación. Pero sin duda en aquella ciudad podría encontrar un tren que me llevase de vuelta a La Paz. Valle Claro es un centro urbano más grande e importante que Flaminia. Quizás hasta incluso podría comer algo rápido en un café y cargar el teléfono.
Necesitaba escribir a Alizee con urgencia. No me gustaba en absoluto aquel forzado silencio, sumado a la enorme descortesía que suponía no haberme presentado a un almuerzo al que personas desconocidas me habían invitado. Solo esperaba que nadie se hubiese ofendido. Y pensar que la muchacha había dejado de lado su natural reserva, conmigo. ¿Cambiarían las cosas? ¿Servía de algo disculparse? ¿Debería presentarme en su hogar, de todas formas? No, eso ni pensarlo.
En esos pensamientos se arremolinaba mi cabeza, cuando escuché un fuerte ladrido.
Vi a Otto, moviendo la cola en la sala de espera de la estación de Valle Claro, incluso antes de ver a Alizee parada a su lado. Esgrimía su típica sonrisa, entre simpática e irónica y negaba con la cabeza.
- ¿Pero qué hacés acá?- pregunté, incredulo.
- ¿Qué voy a hacer? ¡Te vine a recibir! ¡Llegás justo a tiempo para la cena de navidad!-
Me quedé mudo un momento, mientras me agachaba para acariciarle las orejas a Otto. Ese perro era una dulzura.
Cuando me puse de pie, la muchacha aún tenía la risa bailándole en los ojos.
- Hubo un retraso- murmuré, sin saber qué decir – Te pido mil perdones. Tus padres…-
Alizee me cortó con un gesto de la mano.
- Mis padres fueron los primeros en saberlo. Vos tendrás un teléfono del periodo cretácico, pero la humanidad ya inventó el internet. Sabíamos del retraso. Estábamos todos muy preocupados-
Y dicho esto, me estrechó en uno de sus abrazos tímidos.
Suspiré, aún algo frustrado, pero sintiendo como la tensión abandonaba mi estómago.
- ¿Entonces el almuerzo se convirtió en cena?-
- Algo así… pero primero tenemos que pasar a comprar un vino para mi padre y decir que lo trajiste vos. Y luego quiero que veas la estrella gigante que pusieron delante de la catedral de Valle Claro-
- Traje un vino- comenté, mostrándole el interior de mi mochila.
- Perfecto- dijo la muchacha, tomando la correa de Otto – Entonces la estrella gigante, vamos-
Diez minutos después, la voz automática del parlante anunció el retraso del tren de las 7:23.
A partir de entonces, no había vuelto a hablar.
Bueno, sí… pero yo no lograba entender qué decía. Cada quince o veinte minutos, comenzaba a oírse el repiqueteo metálico y la voz decía algo inentendible. Sonaba distinta de la voz monótona y masculina que siempre usaban para esos anuncios. Ahora casi parecía una voz gastada y enferma que salía de una radio mal sintonizada.
“Ushke… lyemmar… oishta… nekkembeh… yoh…”
Era lo que parecía decir. Aunque se oía tan distorsionado que podría haber dicho cualquier otra cosa. Una cosa era segura: no estaba anunciando trenes.
Las cuatro o cinco primeras veces que había oído el repiqueteo, había agarrado mi mochila rápidamente y me había puesto de pie. Había permanecido al borde del andén, oteando hacia el horizonte. El repiqueteo continuaba insistentemente, mientras la extraña voz volvía a hablar en su idioma inentendible. Varios minutos después, el repiqueteo cesaba. Y no había rastros de mi tren.
Esa situación se había repetido innumerables veces. Y no había tren.
Luego de una hora de espera me había levantado para estirar un poco las piernas. Había entrado en la estación, para encontrar el mostrador vacío y las máquinas expendedoras de boletos completamente inservibles. Desde las puertas vidriadas se veía un poco de la ciudad. Un par de calles y muchas casas y árboles. Tampoco se veía gente, allí, pero eso me parecía un poco más normal. A fin de cuentas, era la mañana del 25 de diciembre. Una mañana que, de a poco, comenzaba a llegar a su fin.
Volví al banco de piedra y miré la pantalla negra de mi teléfono, más por costumbre que por otra cosa. Maldecía internamente el haber pasado los últimos 5 años sin cambiar a un modelo más actual. La batería duraba cada vez menos. Al menos tenía la tranquilidad de haber avisado a Alizee sobre el retraso. Aunque a las siete de la mañana, ella probablemente aún dormía.
Alizee… mis pensamientos volvían constantemente a la muchacha. ¿Se podía saber cómo había terminado yo en una estación de tren, en medio de un viaje para compartir un almuerzo de navidad con una amiga y sus padres?
Si un par de años atrás me hubiesen dicho cómo pasaría las fiestas de 2024, probablemente no lo hubiese creído. Mi mente me recordaba insistentemente la forma en que nos habíamos conocido. Su hostilidad inicial, aparentemente injustificada. Su total reserva para con el resto de los miembros del grupo. Su gusto por la soledad y su total resistencia ante cualquier forma de contacto físico.
Alizee era la que confirmaba a último momento su presencia en las reuniones, si es que venía. La que a menudo permanecía en silencio, observándonos. La que se abstraía durante largos ratos observando el comportamiento de su perro, Otto. La que saludaba agitando la mano, con una sonrisa vaga.
¿Cuándo había cambiado, todo eso? Y sobre todo, ¿Cuándo habían cambiado las cosas entre nosotros?
Si tenía que colocar dos fotografías de la muchacha, una de la época en que la había conocido y otra actual, las diferencias eran notables. No solo en su lenguaje corporal, que ahora parecía más seguro o en su larga melena que ahora llevaba corta a la altura de los hombros. Algo muy profundo había cambiado. Algo que parecía haberse desarrollado de forma positiva.
Cambié de posición sobre el banco de piedra. El frío comenzaba a metérseme en los huesos, pero no tenía ganas de entrar a la sala de espera.
¿Era verdad que la última vez que la había visto nos habíamos despedido con un abrazo? Había sido en la parada del autobús que partía hacia los barrios periféricos de La Paz. Luego de mi educada negativa inicial (siempre igual, yo) ante su invitación navideña, le había prometido pensarlo. Habíamos pasado los últimos minutos charlando sobre Paulo y Silvia. Ni yo ni ella nos alegrábamos demasiado de ver partir a nuestros amigos, a pesar de que sabíamos que era lo mejor. Antes de subir al autobús, me había estrechado durante un instante. Un gesto que parecía decir “Yo también los voy a extrañar… pero al menos acá estamos nosotros”.
Sin duda se había convertido en uno de los vínculos que yo más atesoraba, en aquella tierra extraña, además de mi amistad con Paulo. La sensación de pertenecer a un grupo siempre era reconfortante, pero con ellos dos había algo más. Algo distinto en cada uno. Pero algo, en fin.
El vínculo con Paulo se sentía cercano. Sencillo, rústico, terrenal. Una amistad sólida entre dos hombres que se quieren y que comparten lo más sencillo que la vida tiene para ofrecer. Un disfrutar del tiempo juntos acompañando larguísimas charlas con interminables botellas de vino.
Alizee, por otro lado… casi parecía un vínculo etéreo. La sensación de complicidad era constante. El necesitar menos palabras para entendernos. El compartir el silencio sintiéndonos a gusto. El saber que disfrutábamos del mismo placer por la soledad y que incluso esa soledad podía compartirse, sin temor a invadirnos. Había algo en esa amistad que parecía escaparse de lo esperable en estos tiempos modernos.
Pero, ¿Cómo había ocurrido? ¿Y cuándo?
Decidí dejarlo estar. Tenía preocupaciones más urgentes. El mediodía comenzaba a acercarse y aún no había rastro de mi tren. Aquello definitivamente no era un retraso. Luego de casi tres horas de espera, comenzaba a ser evidente que el tren no llegaría.
¿Qué debería hacer entonces? Porque tampoco había visto trenes que volviesen a La Paz. La estación había permanecido vacía durante horas. Como si estuviese en una vieja ciudad abandonada. Ni trenes ni personas habían roto la monotonía de la espera.
En algún momento de la mañana había inspeccionado a fondo la sala de espera, buscando alguna toma de corriente en donde poner a cargar mi teléfono para poner al tanto a mi amiga. Nada. La única solución posible parecía aventurarme en la ciudad, esperando encontrar algún negocio, bar o restaurant abierto. Sin embargo eso podía significar perder el tren que estaba esperando. Eso claro, suponiendo que aún planease pasar. Si al menos hubiese alguien en el mostrador…
La frustración y la vergüenza comenzaban a crecer en mí. Sabía perfectamente que el retraso no era mi culpa… y sin embargo me avergonzaba mucho la idea de llegar tarde al almuerzo. O incluso de no llegar. Y todo sin avisar. Me preguntaba si los padres de Alizee estarían ofendidos.
Sabía poco sobre aquellas personas. Solo que eran miembros de un importante cuerpo de investigación del país. Exmiembros, de hecho. Ahora estaban jubilados. Me los imaginaba como una pareja de personas mayores, ordenados y pulcros, muy señoriales. Francamente no sabía que esperar. ¿Porqué había aceptado esa invitación?
“Porque no querías pasar otra navidad solo”, me respondí de inmediato, “Porque te conmovió su invitación. Porque la idea de compartir con la familia de una amistad cercana te parecía emocionante”.
Suspiré. Sí, probablemente todo se debía a haber leído Harry Potter cuando tenía 5 años.
Una campana sonó a lo lejos. Doce veces, exactamente. Volví a mirar mi celular inerte, sorprendido. ¿Ya era mediodía?
Sí, efectivamente. El sol estaba justo encima de mí. Un sol que resultaba reconfortante, entre el viento frío que recorría los andenes y la sobriedad del banco de piedra en donde había pasado una mañana entera sentado.
¿Tenía algún sentido seguir esperando? ¿Debería ir a la ciudad? ¿Buscar un taxi? ¿Olvidarme de todo eso? ¿Intentar hacer algo con mi teléfono?
Mi estómago comenzó a quejarse. No sabía si era por el hambre o por los nervios. ¿Porqué a mí? ¿Porqué justo hoy tenían que encadenarse los eventos para malograr un viaje?
La tensión y el mal humor seguían creciendo, conforme pasaba el tiempo.
El mediodía llegó y se fue. Sin novedades de ningún tipo. Sin que el viento amainase. Sin que yo lograse decidirme sobre qué hacer.
Incluso, desde hacía ya un rato largo, los parlantes permanecían mudos. La voz profunda y rasposa ya no hablaba en su lengua extranjera. Durante uno de mis breves momentos de humor, me había imaginado a un insecto gigante, tan grande como yo, que vivía en alguna habitación oculta de la estación de tren. Me había imaginado algo como un gigantesco escarabajo, con un sombrero de copa, un monóculo en uno de sus ojos y unos poblados bigotes blancos, oculto en una pequeña sala con los horarios de tren en mano, hablando en una extraña lengua a través de un micrófono.
Me hubiese gustado conocerlo. Probablemente nos hubiésemos hecho amigos. A pesar de la barrera idiomática.
El viento comenzó a soplar con más fuerza. Y mi cabeza comenzó a tararear un vals de Yann Tiersen.
Sí, esa es otra costumbre que no puedo controlar. Agregar música a las situaciones. Siempre. Ya sea que me encuentro en un buen momento o en una situación desesperante como aquella, eventualmente mi cabeza va a encender la música. Lo bueno es que siempre hay variedad. En este caso, las tristes notas de un acordeón marcaban un lento vals francés. Ojalá hubiese tenido mi violín a mano.
Cuando las últimas notas del vals dejaron mi cabeza en silencio, mis pensamientos volvieron a Alizee. No me hubiese venido mal un abrazo en ese momento.
“En fin”, pensé, agarrando mi mochila. Supuse que era hora de tomar la situación por los cuernos e internarme en Flaminia para buscar ayuda. Era evidente que el tren no iba a pasar.
Justo cuando salía de la estación por la puerta de entrada, el escarabajo gigante volvió a hablar.
“Nesh… oukhie… lamhar…”
E inmediatamente después, la conocida voz de la compañía de tren.
“Anuncio de retraso. El tren número 4803, con destino a Valle Claro, llegará a la estación de Flaminia a las 14:41, en lugar del horario programado de las 7:23. Lamentamos las molestias”.
¿Sería verdad?
Atardecía cuando el tren llegó a Valle Claro. Calculaba que serían casi las seis de la tarde.
No tenía idea de con qué me iba a encontrar, cuando dejase la estación. Pero sin duda en aquella ciudad podría encontrar un tren que me llevase de vuelta a La Paz. Valle Claro es un centro urbano más grande e importante que Flaminia. Quizás hasta incluso podría comer algo rápido en un café y cargar el teléfono.
Necesitaba escribir a Alizee con urgencia. No me gustaba en absoluto aquel forzado silencio, sumado a la enorme descortesía que suponía no haberme presentado a un almuerzo al que personas desconocidas me habían invitado. Solo esperaba que nadie se hubiese ofendido. Y pensar que la muchacha había dejado de lado su natural reserva, conmigo. ¿Cambiarían las cosas? ¿Servía de algo disculparse? ¿Debería presentarme en su hogar, de todas formas? No, eso ni pensarlo.
En esos pensamientos se arremolinaba mi cabeza, cuando escuché un fuerte ladrido.
Vi a Otto, moviendo la cola en la sala de espera de la estación de Valle Claro, incluso antes de ver a Alizee parada a su lado. Esgrimía su típica sonrisa, entre simpática e irónica y negaba con la cabeza.
- ¿Pero qué hacés acá?- pregunté, incredulo.
- ¿Qué voy a hacer? ¡Te vine a recibir! ¡Llegás justo a tiempo para la cena de navidad!-
Me quedé mudo un momento, mientras me agachaba para acariciarle las orejas a Otto. Ese perro era una dulzura.
Cuando me puse de pie, la muchacha aún tenía la risa bailándole en los ojos.
- Hubo un retraso- murmuré, sin saber qué decir – Te pido mil perdones. Tus padres…-
Alizee me cortó con un gesto de la mano.
- Mis padres fueron los primeros en saberlo. Vos tendrás un teléfono del periodo cretácico, pero la humanidad ya inventó el internet. Sabíamos del retraso. Estábamos todos muy preocupados-
Y dicho esto, me estrechó en uno de sus abrazos tímidos.
Suspiré, aún algo frustrado, pero sintiendo como la tensión abandonaba mi estómago.
- ¿Entonces el almuerzo se convirtió en cena?-
- Algo así… pero primero tenemos que pasar a comprar un vino para mi padre y decir que lo trajiste vos. Y luego quiero que veas la estrella gigante que pusieron delante de la catedral de Valle Claro-
- Traje un vino- comenté, mostrándole el interior de mi mochila.
- Perfecto- dijo la muchacha, tomando la correa de Otto – Entonces la estrella gigante, vamos-
Un abrazo y que sean un buen año. Pudo, en cuanto al relato ser peor la navidad, por tanto despiste, pero hubo un ángel Salvador, quién lo iba a pensar, quien menos se pensaba.
ResponderEliminarCarlos
El fin de año fue menos caótico, sin duda.
EliminarOtro abrazo y felicidades!
¡Feliz año! Esperemos que este año sea mejor y que nadie se haya quedado esperando en alguna estación la verdad...
ResponderEliminarPor un 2025 de trenes puntuales, je.
EliminarUn abrazo grande.
La felicidad estaácon vos
ResponderEliminarMucha
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ResponderEliminar┊ ♥★ QUERIDO AMIGO ☆♥ ┊
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┊☆ ♥☆♥★┊FELIZ ┊☆ ♥☆♥★
.......★ ┊☆ ♥AÑO !!! ┊♥★ ☆
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Eliminar┊☆ ♥☆♥★┊FELIZ ┊☆ ♥☆♥★
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MUCHA
ABRAZOS MUCHA
EliminarMuchas felicidades!
EliminarUn grande abrazo.
Feliz año Martin! a veces quien menos pensamos, es quien nos salva y a quien mas cercano nos volvemos. No se te da mal hacerte selfies.
ResponderEliminarUn besazo!
Un abrazo grande, Morella!
EliminarMuy feliz 2025 :)