Capítulo 12 (parte 2): 11 de noviembre, 2024.

Camino por un largo sendero empedrado, que atraviesa un parque de La Paz.
El otoño llegó raudo, hace algunas semanas. Si bien no trajo demasiado frío, cumplió perfectamente en su labor de sepultar la ciudad bajo un manto de hojas secas. Es un momento del año que recibo con mucha emoción, desde que soy niño. Me gustan los colores ocres que invaden todo. Me gusta empezar a ver bufandas por doquier. Me gusta la sensación de abrirme paso por la vida navegando en un río de hojas secas que crujen bajo mis pies o que voy pateando distraído, mientras camino. Me gusta que los supermercados cambien los cítricos por góndolas enteras de zapallos y calabazas. Me gustan muchísimo los colores, sabores y olores del otoño.
Mientras mis ojos se sumergen, felices, en ese mundo otoñal en el que se había convertido el Parque de La Barca (ignoro porqué se llama así), mis oídos bailan con una serie de sonidos extraños que me llenan de paz. Camino, como de costumbre, con mis inseparables auriculares, escuchando un disco que me recomendó Alizee. Un estribillo sin letra, que evoca un paisaje sonoro oriental, me lleva en brazos hacia una tranquilidad muy necesaria. Porque, lejos de mis ojos y mis oídos, mis pensamientos son un completo caos. Y a través del paisaje otoñal y de una extraña canción que habla de una fotógrafa fallecida en tierras lejanas, yo intento reconquistar la serenidad. Lo logro solo en parte. Estoy algo agitado.
Es domingo por la tarde. El sol comienza a retirarse tras los árboles del parque. Mañana es el concierto. Y yo camino a paso rápido, intentando calmar mis pensamientos. Mi cabeza repasa los detalles de una reunión improvisada que tuve con Anastasia, ayer por la tarde. Una reunión que nos llevó a ambos a una contienda de argumentos intensos. Respetuosos en nuestras formas, pero explosivos en contenido.
Nos habíamos cruzado al finalizar el ensayo. Como siempre, me demoré demasiado limpiando y guardando mi instrumento. Cuando salí, la orquesta entera había desaparecido. La muchacha estaba en el vestíbulo de entrada, con el estuche de su instrumento en mano. Sus facciones delicadas, enmarcadas por un rostro pálido, tenían un cierto brillo, acentuado por la sobriedad de un largo abrigo negro y una bufanda color carmesí en torno a su cuello.
Me saludó con una sonrisa, que devolví haciendo un cierto esfuerzo. Mi fila aún no respondía cómo esperaba y el director no perdía oportunidad de criticar nuestro trabajo. Comenzaba a temer que el concierto fuese un desastre.
- ¿Estás bien?-
- Sí- contesté, apresuradamente, forzando una sonrisa. El resultado fue muy poco creíble. - ¿Qué te trae al teatro?- pregunté, más por desviar la atención que por verdadero interés.
- Tenía una reunión con Byron, ahora, pero acaba de salir. Me pidió que nos reuniésemos dentro de una hora-
Asentí, ausente. Dirigí mi atención a la ventana, sin saber qué decir. Y así permanecimos unos segundos.
- ¿Así que los ensayos de la orquesta no van bien?-
- La verdad es que no- respondí.
Otro momento de silencio.
- Bueno… yo tengo una hora hasta que regrese el maestro. No me vendría mal un café, si querés contarme qué es lo que te tiene tan inquieto- propuso Anastasia. Y agregó, con una leve sonrisa: “Porque no creo que sea solo el tema de los ensayos”.

Unos minutos después, nos encontrábamos en el pequeño café al cual yo empezaba a ver como un punto de encuentro necesario, cada vez que algo interesante ocurría en mi rutina.
- Me imagino que fue Byron el que te contó que los ensayos van de mal en peor- comenté, exponiendo mis sospechas. Tenía la impresión de que todo lo que charlásemos iba a llegar a oídos del director. Aunque, curiosamente, aquello no me importaba demasiado en ese momento.
Anastasia dejó su taza sobre la mesa, que tembló ligeramente con el movimiento. Probablemente tenía una pata más corta que las otras. La muchacha, por el contrario, mantenía un porte digno y elegante, mientras observaba su croissant.
- Sí. ¿Sabés que yo tomo clases con él?-
- ¿Clases?-
- Bueno, es una forma de decir. Pero me ayuda desde hace algunos años, sí. Interpretación, musicalidad, historia general de la música, actitud escénica… no sé bien como explicártelo. Digamos que nos reunimos seguido y el maestro… bueno, me ayuda a convertirme en violinista-
- Pero seguramente también estudiás con algún profesor de violín- afirmé, más que preguntar.
- Sí, claro. Sin embargo mi verdadero maestro es el señor Byron. A él le debo lo que soy-
La afirmación, serena, tenía una rotundidad que no me pasó desapercibida.
- Contame…- pedí.
La muchacha tomó otro sorbo. Cuando alzó la vista, sus ojos transmitían una firmeza y una seriedad que contrastaban con su aspecto delicado.
“Comencé a estudiar a los 4 años. Mis padres no son músicos, pero me enamoré del violín durante un concierto de navidad que fuimos a oír por invitación de una familia amiga. Desde entonces toda mi vida giró en torno al instrumento. Los esfuerzos de mis padres por pagar clases con buenos maestros, las horas dedicadas a pulir mi técnica, los conciertos de sábado por la noche mientras mis amigas salían a bailar. Todo. Cuando compartís tu infancia con la disciplina férrea de un instrumento, no notas que tu vida no es igual a la de otros niños. Es como tener un propósito que no terminás de entender, pero que guía una gran parte de tu vida. Supongo que los niños que crecen en familias religiosas notarán lo mismo en su relación con Dios. No lo se. La música siempre fue una parte fundamental de mi vida y mis docentes insistían a mis padres en que mi futuro era con el violín. En casa se vivía con una gran alegría, todos soñábamos con que yo tuviese un futuro como solista. Y fue justamente por los consejos de mis docentes, que mis padres decidieron hacer un enorme esfuerzo económico y enviarme a estudiar al extranjero. Escribí cartas, mandé solicitudes, acepté audiciones online. Finalmente fui aceptada en un prestigioso conservatorio europeo. Fueron dos años, Martín. Los dos años más difíciles de mi vida. Viajé llena de ilusiones, pero nada salió como lo esperaba. El ambiente era terriblemente competitivo y los docentes no mostraban la más mínima sensibilidad pedagógica. Todo estaba hecho para formar a unos pocos en la elite y descartar a quienes quedasen rezagados. Me juré a mi misma lograrlo. Solo vivía para estudiar. Estaba dispuesta a sangrar cuanto fuese necesario para lograr mi objetivo, convencida de que estaba en el lugar correcto para explotar mi potencial. Dejé de comer, prácticamente dejé de dormir… y en el día de mi examen final, los docentes dictaminaron que no estaba hecha para ser violinista. Solo me escucharon durante cinco minutos antes de pedirme que me detuviese y hacer pasar al siguiente. El profesor que había seguido mi progreso durante dos años salió del aula para confirmarme que jamás lo lograría. Que el mundo de la música era demasiado para mí. Que no estaba entre aquellos que podrían vivir de esto. Pasé un mes entero casi sin salir de la habitación que alquilaba en una pensión de estudiantes. Poco tiempo después, mi padre me llamó para decirme que todo aquello no tenía sentido y pedirme que volviese a casa. Y gracias a Dios, lo escuché. Cuando volví, fue como si despertase de una horrible pesadilla. No me reconocía en el espejo, delgada y demacrada como estaba… pero lo peor fue el violín, Martín. Pasé un año entero sin poder tocar. Sintiendo nauseas cada vez que tomaba el instrumento entre mis manos. Y estaba a punto de anotarme en la universidad de La Paz, para estudiar cualquier otra carrera, cuando un colega oboísta me sugirió que conociese a Byron. El maestro me recibió a la mañana siguiente. Desde entonces estamos trabajando juntos para retomar mi vínculo con la música. Llevamos varios meses y yo vuelvo a ser capaz de tocar como solista. La fundación Byron incluso me presentó en algunas orquestas del extranjero, junto con otros jóvenes. Mi futuro vuelve a ser prometedor. Y se lo debo a él.”

Cuando Anastasia terminó su relato, yo tenía la boca seca. Las tazas de café habían quedado olvidadas.
Era demasiado para digerir. Me pregunté cuántas personas alrededor del mundo estaban viviendo esa misma pesadilla en este preciso instante. Cuantas carreras prometedoras habían terminado antes de comenzar. Y me pregunté, sobre todo, porqué el Byron que yo conocía era tan distinto del “maestro” que me describía la muchacha.
Pasamos así unos minutos en silencio. Castillo no parecía afectada por su relato, siquiera conmovida. Era como si me hubiese contado la historia de otra persona. Cuando rompió el silencio, fue para dejarme helado una vez más.
- Lo que le está ocurriendo a tu cuerpo no es tan raro-
La miré, súbitamente consciente de que una de mis manos reposaba sobre la mesa y la otra colgaba desde el borde. Ambas estaban cerradas en un gesto antinatural, como si aferrasen algo. De hecho, como si un bebé aferrase algo de forma inexperta y torpe. Respiré profundamente, intentando relajame.
- ¿Cómo sabés que le ocurre algo a mi cuerpo?-
- El maestro me lo contó ayer. Lo viene notando desde los primeros ensayos de este ciclo. Yo pasé por lo mismo antes de volver a casa, Martín. Solo es la respuesta natural a todo lo que pasó en estos últimos años. Es la acumulación. Es una tuerca a la que se obliga a girar más allá de su límite-
Mi mente se puso en guardia, aunque no entendí porqué.
- ¿Y puedo preguntarte qué saben vos y Byron de mis últimos años?-
La chica sonrió, como si quisiese disculparse.
- El blog… y bueno, hay cosas que se ven, cuando uno observa. La experiencia en el extranjero no es fácil para nadie, pero parece que a ciertas personas les resulta incluso más difícil. Estoy segura de que Byron puede ayudarte a retomar tu conexión con la música-
- No quiero ser descortés… entiendo el vínculo que te une a él y lo agradecida que estás por toda la ayuda que te dio. En tu lugar yo también lo estaría. Sin embargo jamás lo vi preocuparse por ninguno de los músicos de la More Lucky-
- Bueno… entenderás que su exigencia es porque quiere mantener alto el nivel de la orquesta-
- Creo que esto ya lo discutimos hace unos meses. No estoy de acuerdo con su modo de hacer las cosas-
- ¡Y sin embargo acá estás! ¡Todos lo están! Será por un motivo, supongo-
Aquella última afirmación me dejó sin palabras. ¿Paulo no me había dicho algo similar, tiempo atrás? ¿Porqué nos quedábamos todos en la More Lucky, a pesar del clima agresivo que se vivía constantemente?
- Necesitás ayuda- insistió Anastasia, levantándose. – Y estoy segura de que el maestro puede dártela. Basta que la pidas-
La miré mientras abrochaba su abrigo y tomaba su instrumento. Cuando volvió a mirarme, su gesto era aún tranquilo, casi compasivo. Sabía que no había malas intenciones en sus consejos. Sin embargo, no estaba de acuerdo sobre el modo de actuar de nuestro director. Ciertas cosas no tenían justificación.
- Es hora de mi reunión. Prometeme que lo vas a pensar- me pidió, antes de girarse y desaparecer por la calle otoñal.



Entré al departamento, luego de mi paseo por el parque. Dejé mis llaves dentro de un mate de madera, hermosamente pintado a mano con la figura de un zorro. Era un recuerdo muy querido, pero estaba agrietado por dentro. Como no servía para tomar la infusión, había decidido colocarlo junto al a puerta a modo de portallaves. Así, al menos, le daba un uso y lo tenía cerca.
Mientras me quitaba el abrigo y la bufanda, controlaba la sensación de mis brazos. Seguían tensos, por supuesto. Últimamente no era solo mientras tocaba mi violín, si no a toda hora: Mientras desayunaba, al cocinar, mientras trabajaba en mi laptop… en cualquier momento en que llevase la atención a mi cuerpo, notaba una incómoda carga sobre los brazos o que alguna de mis manos se cerraba, como crispándose.
Quizás Anastasia tuviese razón y yo necesitase ayuda. ¿Pero tenía sentido pedirla a Byron? El hombre se había convertido en un elemento casi pesadillezco, en mi vida. Desde que lo había visto por primera vez, parado fuera de la casa de Rami y Alizee, en una ocasión en la que Paulo había pedido una tarde libre para encargarse de asuntos personales, su figura y su voz suave me ponían inquieto cada vez que pensaba en él. No era solo el hecho de que pareciese saber todo sobre mí y mi pasado (de hecho, incluso del de todos los músicos que integraban la More Lucky) o que nos dirigiese con mano de hierro, siempre al borde de la crueldad, y que incluso así todos eligiésemos volver a la orquesta, concierto tras concierto. No era solo por pesadillas que solía tener antes de cada audición, ni por el hecho de que al final de cada concierto sintiese como si hubiese perdido una pequeña parte de mí, a través de la música. O los rumores de que mi reciente mudanza tuviese que ver con su poderosa familia, que al parecer era dueña del barrio Guevara (así como de tantas otras zonas de La Paz)
Era algo más. Había algo pérfido y sobrenatural en aquel hombre. En la influencia que ejercía sobre sus músicos. En como sonaban las notas cuando estábamos en aquél teatro. En la lealtad de Anastasia. Había algo que, instintivamente, no me cerraba.
Y sin embargo, pensaba, mientras empezaba a cortar verduras para preparar la cena, toda aquella situación interna bien podría poner fin a mi carrera. Notaba que, día a día, mi cuerpo empeoraba ligeramente.
No solo eran los ensayos, no era simplemente pánico escénico o miedo de tocar delante de otras personas… aquella sensación de ansiedad se había extendido a mis horas de estudio, incluso a cada vez que pensaba en la música o que escuchaba alguna de las obras que debía interpretar. Mis brazos entraban en tensión ante la simple mención de la palabra “violín” y ya no lograban relajarse del todo en ningún momento.
Necesitaba una solución urgente.
Y Anastasia Castillo insistía en que ella la había encontrado en la guía de Byron. Un hombre por el cual parecía sentir devoción. En el cuál confiaba ciegamente, más allá de la atmósfera aterrorizada que se vivía en los ensayos.
¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar yo para solucionar este problema?

La mañana del concierto volví a tomar mi violín entre mis manos.
El ritual era el mismo de siempre: Me desperté temprano y desayuné tranquilo, oyendo las piezas que íbamos a tocar, mientras miraba por la ventana, envolviendo una taza de café entre mis manos. Afuera del departamento las copas de los árboles se movían inquietas, empujadas por un viento frío que amenazaba con temperaturas aún más bajas. De hecho, ahora que lo pienso, ya casi pasó un año desde el huracán que azotó mi ciudad.
Lavé la taza y el plato del desayuno y me metí en la ducha para intentar despertarme y relajar mi cuerpo. Mis brazos aún parecían dormidos, pero ya comenzaba a notar la rigidez.
Luego de ponerme algo de ropa cómoda, volví a tomar mi violín entre las manos.
Me alejé unos pasos del atril. A fin de cuentas, conocía el comienzo de aquella obra de memoria. Volví a mirar por la ventana y comencé a tocar, manteniendo un tempo tranquilo, muy por debajo del original.
En seguida se sintieron unos golpeteos que venían desde el departamento de arriba. Miré rápidamente el reloj que colgaba sobre una pared: Las ocho y cuarto. La primera hora de la mañana de un lunes. Hoy mis vecinos tendrían que perdonarme. Se trataba de una situación de fuerza mayor.
No me exigí demasiado, solo quería sondear un poco las aguas. Gradualmente fui subiendo la velocidad hasta alcanzar la cadencia que interpretaríamos aquella noche. Mantenía mi mente en blanco y hacía un esfuerzo por relajar mis hombros. Si bien era cierto que el corazón se me había acelerado ni bien había abierto el estuche del instrumento, de momento todo parecía controlable. Rogué internamente porque aquella noche fuese igual.

Varias horas después me encontraba, por primera vez en mi vida, sentado en la fila del concertino. Un mar de rostros nos observaba, en la sala de conciertos del teatro.
Tenía que admitir que la previa había sido emocionante. Por lo general, momentos antes del concierto, me encontraba entre el montón de músicos, con mi instrumento en mano, esperando a que un empleado del teatro abriese las puertas y nos permitiera la entrada al escenario. Esta vez mi lugar estaba junto a la puerta. Se suponía que tenía que entrar primero, encabezando a la orquesta. Mientras miraba a mi fila, esperaba no cometer ningún desliz inoportuno. Como tropezarme, de camino a mi silla. O no tomar bien la nota “La” del oboe, que luego debía dar a toda la orquesta para que afinase. O estornudar al momento de empezar. O tener un inoportuno ataque de hipo.
Cuando las puertas se abrieron, mi impulso fue el de siempre: Hacer un comentario humorístico. Sin embargo, me reprimí. No conocía tanto a aquella gente como para enderezarme y gritar, con voz de centurión, “¡Señores! ¡Conmigo!”.
Pocos segundos después de que nos hubiésemos acomodado, las puertas volvieron a abrirse y Byron entró, seguido por un aplauso atronador. La orquesta entera se puso de pie y el enorme hombre camino hasta su tarima. Se detuvo a un lado, de cara al público, y saludó con una solemne reverencia. Luego se giró hacia mí y me extendió una mano. Se la estreché, evitando el impulso de apartar la mirada. Sus ojos se clavaban en los míos en un gesto indescifrable.
Volvimos a sentarnos. Lancé una mirada rápida a mi fila.
- Recuerden los últimos ensayos. Mírenme para las entradas. Los arcos están escritos, síganlos al pie de la letra. Si sienten que desafinan, intenten disimularlo. Y ánimo. Y diviértanse. Y gracias- hablaba velozmente, mientras la mano que sostenía el arco comenzaba a crisparse. ¿Porqué, carajo, porqué?
No tuve tiempo de darle más vueltas al asunto. El enorme obelisco que era Byron, desde mi vista en la silla del concertino, acababa de levantar ambos brazos.

No voy a aburrir al lector con detalles excesivos de lo que fue uno de los conciertos más importantes y más accidentados de mi vida. Cumplimos con nuestro cometido, de eso no había duda. Y podía estar más que feliz del resultado final, si pensaba en lo caóticos que habían sido los ensayos. La orquesta respondió bien. Sin embargo, hubo algo que no me permitió conectar con la música en ningún momento. Solo durante breves segundos lograba oír el sonido acampanado de mi violín y sentirme pleno, pero la sensación de desastre inminente volvía a cernirse inmediatamente sobre mí.
En más de una ocasión detecté imperfecciones, que llegaban desde los violines. E incluso cuando las pasaba por alto, miradas amenazadoras de reojo del director me confirmaban que manejábamos al borde de un acantilado.
Al terminar, mi rostro estaba perlado de sudor y sentía la camisa pegada a la espalda. Respiraba agitadamente. Mientras la orquesta saludaba a un público que aplaudía fervorosamente, yo intentaba controlar el temblor de mis manos.
Había logrado controlar la tensión. Era cierto. Pero controlar no es lo mismo que tener bajo control. Mi cuerpo era como un caballo desbocado sobre el cuál había logrado imponer mi voluntad, pero no por eso podía decirse que el animal estuviese tranquilo. Ahora que todo había pasado, mis brazos parecían al borde del colapso. Les permití que hiciesen lo que quisieran. Sabía que tarde o temprano tendría que lidiar con ese problema… pero por hoy había sido suficiente.
Salimos de la sala de concierto. Mientras los músicos parloteaban y guardaban sus instrumentos, una puerta lateral se abrió. El director, plantado en el umbral, nos miró durante un instante. Se hizo el silencio.
- Señores… otra noche de gala de la More Lucky. Agradezco a la fila de vientos, que me ayudaron a mantener el tempo y que supieron comportarse profesionalmente. Cellos y violas, hay mucho trabajo por delante, pero estoy satisfecho…-
Paseó la mirada por entre los violines.
- Primeros y segundos… escandaloso. Nunca más, señores. Reconozco mi error en enviar las partes sin indicaciones de arco. Sinceramente pensé que podía confiar en que se comportasen de modo profesional. De ahora en más, enviaré todo detallado. No quiero más conciertos como este-. Y dicho esto, se retiró.
Miré a mis compañeros, sin saber qué decir. Por fortuna, ninguno de ellos parecía demasiado afectado por las palabras del director. No supe si aquello era bueno o malo, pero la fila parecía tranquila.
Me plantee agradecer a la orquesta, antes de irme, pero sabía que sería un acto hipócrita. Ya tendría tiempo luego de enviar un mensaje por escrito. Cuando realmente lo sintiese. De momento solo quería irme a casa.
Dejé atrás el murmullo de voces que ya había recomenzado, y me dirigí hacia la puerta exterior.
Afuera, tal y como me indicaba mi intuición, me recibió el desagradable olor acre de los cigarrillos que fumaba Byron. El director se encontraba afuera del teatro, fumando como de costumbre.
Nos miramos. Preferí dejarlo empezar.
- Así que… Jacob- murmuró, envuelto en una nube de humo.
- Lamento que el concierto no haya salido perfecto- dije, sabiéndome un completo hipócrita.
El hombre volvió a soplar como una locomotora. No sabía cómo evitar que el humo me alcanzase sin resultar descortés.
- A decir verdad, Jacob, considero que usted hizo un trabajo aceptable como concertino. Solo que su fila estaba compuesta por un grupo de terroristas sin ambición que no sienten el mínimo aprecio por la música. Pero eso no es culpa suya-
Callé, sin saber qué decir. Una parte mía se sentía aliviada de que la responsabilidad no cayese sobre mis hombros… otra, sin embargo, odiaba oír a Byron hablar así de los músicos que me habían acompañado durante aquellas semanas.
- ¿Qué ocurre en esos brazos, Jacob? Llevo todo un mes viéndolo hacer gestos de dolor mientras toca- retomó el director.
- Es solo un poco de tensión, señor. Gracias por preocuparse-
- No hay necesidad de fingir, Jacob. La señorita Castillo me contó que usted no está pasando por un buen momento, musicalmente hablando. ¿Sabe que ella pasó por lo mismo, hace un tiempo?-
Decidí rendirme y seguir el juego.
- Sí. Me enteré hace un par de días-
Byron volvió a soltar una bocanada de humo.
- Venga al teatro el sábado por la mañana. Le voy a enseñar a dominar su cuerpo y a hacer música… música real-
Tras esto, me saludó con un gesto indiferente de la cabeza y volvió a entrar.
Me quedé solo, afuera del teatro, sintiendo como el viento volvía a levantarse en torno a mí.
Los segundos siguientes parecieron eternos. Se acumulaban sobre mí, con un peso insoportable, mientras el viento helado aullaba, cruel, y el olor insoportable del cigarrillo agredía mis sentidos. Pasaban lentísimos mientras yo terminaba de comprender, aunque me odiase, que estaba dispuesto a hacer lo que fuese para volver a disfrutar de la música. Incluso si la solución la ofrecía Byron.








Comentarios

  1. Gracias, por tu visita, últimamente las entradas no llegan a su tiempo, perdona no visitarte antes.
    Nunca se pierda el amor por disfrutar por las buenas artes y la música es una de ellas.

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  2. Haz hecho un trabajo muy bonito,
    ademas de conocer tu blog.
    Besitos dulces

    Siby

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  3. Querido amigo, gracias por tu visita, tu Diario es muy interesante.
    Tendrías que hacer un libro, sería maravilloso.
    Abrazos y te dejo un besito, que tengas un feliz día

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    Respuestas
    1. ¡Gracias, Liz!
      Dudo que estos garabatos den para libro... pero al menos sirven como catarsis irónica de mi propia vida :)

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