Capítulo 12 (parte 1): 14 de octubre, 2024.

Rejunte de garabatos caprichosos en un documento de Word, a lo largo de un mes.





Viernes, 20 de septiembre.

Acabo de levantarme de una cama que no es la mía. O que al menos mi cuerpo no reconoce como mía. Es tardísimo y yo se que tengo apenas unas pocas horas para dormir, porque el sábado a la mañana son las audiciones para los conciertos de octubre. Pero no hay caso: Llevo varias horas intentando conciliar el sueño, a sabiendas de que no lo voy a lograr. Mi cerebro está demasiado despierto, los pensamientos van y vienen en una sucesión caótica. Casi puedo sentir como me hormiguea la cabeza.
Y luego está el llanto.
No me queda del todo claro si se trata del departamento contiguo o del que está sobre el mío. Pero a través de las paredes (o del techo, no lo sé) se oye a una mujer que llora desconsoladamente. El sonido realmente es angustiante, se oye como llora desde lo profundo del estómago. A veces con tanta fuerza que tiene que detenerse para toser. A veces simplemente es un largo lamento, como un gemido en voz baja. Y yo no se qué hacer.
Hace apenas tres días que me encuentro en este departamento. No es tan sencillo como ir y presentarme en su puerta, en mitad de la madrugada, para preguntar si hay algo que yo pueda hacer. Aunque me hubiese gustado. Pero tengo que aprender que no siempre puedo ser el héroe de la historia.
Estiro una mano y tomo mi teléfono. La pantalla se ilumina mostrando una foto de mi perra, que actualmente se encuentra en Argentina, viviendo con mis padres. Deslizo un dedo velozmente y la pantalla se desbloquea, mostrando ahora una foto de Merlina. Sobre ella, un reloj marca las 3:49.
Hace veinte minutos decidí darlo por imposible y me levanté de la cama, para venir a escribir un rato. Espero que esto libere un poco mi cabeza y me permita conciliar el sueño. Unos débiles contornos de luz iluminan la habitación cada vez que un auto pasa por afuera. Lo suficiente como para divisar una cajonera, un escritorio con una silla en la que me encuentro sentado y un pequeño armario.
Mientras la laptop se encendía, me dirigí hacia la ventana y subí la persiana de madera. Afuera no hace demasiado frío. El invierno aún no llega, pero se que una vez que se instale, se va a extender por varios meses.
Afuera se ve una calle de edificios. Yo mismo me encuentro en uno de ellos, alquilando un departamento en el cuarto piso. El paisaje es muy distinto del barrio Ernesto Guevara. Ahora me encuentro a medio camino entre aquél pequeño conglomerado semiurbano y el centro de La Paz. De hecho, si me asomase lo suficiente por la ventana, podría ver las luces de la ciudad.

¡Hola, lector! Me sorprende (y me alegra como no se pueden dar una idea) que siga habiendo personas interesadas en esta historia. Lamento las ausencias, aunque me imagino que ya estarán acostumbrados. El problema de escribir una historia basada en mi propia vida es que no siempre hay material o novedades suficientes como para un entero capítulo. Sin embargo, siempre confío de que, antes o después, algunos acontecimientos se encadenen como para dar forma a una historia en mi cabeza. Hasta ahora esa especie de extraña providencia narrativa no me falló jamás.
Habrán notado la diferencia de fecha de publicación y la del inicio del capítulo. Lo que les dejo a continuación son el rejunte caprichoso de notas en mi laptop. Concretamente ahora son las cuatro de la mañana. Los llantos parecen haberse detenido, luego de casi dos horas ininterrumpidas. Yo me encuentro definitivamente desvelado y me pregunto con qué fuerzas voy a encarar la audición de mañana a las 9.
(Sí, “Mañana”. Por más que ahora sean las 4 de la mañana. Afrontémoslo, el paso de un día al siguiente no ocurre a medianoche… si no cuando nos despertamos para comenzar la jornada. Por lo tanto, la audición es mañana)

Luego de varias semanas de búsqueda infructuosa, finalmente di con este pequeño departamento en una calle a pocos kilómetros del centro. Es una zona residencial, prácticamente sin negocios. En mi calle solo se ven edificios de distintas alturas. Pero debo decir que es un alivio haber encontrado en dónde vivir.
Del resto de la “pandilla” no hay grandes novedades. Paulo y Silvia están viviendo juntos en un departamento al otro lado de la ciudad. Rami también se mudó, aunque hace ya un tiempo que perdimos contacto con ella. Sabemos que consiguió algunos papeles importantes en producciones de ópera, tanto en Perú como en el extranjero. Pero no sabemos mucho más. Alizee sigue viviendo en el barrio Guevara, en compañía de su perro y su caballo. Ahora está trabajando como asistente veterinaria en un hospital de animales, cerca de la estación de trenes. Gluck sigue en el extranjero, trabajando como compositor y productor musical en un canal de televisión. Y Lee, contra todo pronóstico, volvió a vivir en La Paz. Parece que su experiencia afuera de la ciudad no fue demasiado positiva, aunque no hubo forma de convencerlo para que nos cuente qué ocurrió.


Sábado, 21 de septiembre.

Abro las puertas y el sol de la mañana me encandila durante un instante. Pensé que, luego de media mañana en la oscura y fría sala de audiciones, el contacto cálido de la luz matutina iba a ser un alivio. Pero no, solo me provoca fastidio.
Con los ojos entrecerrados, comienzo a caminar, alejándome del enorme edificio. Me muero de ganas de comer algo dulce en el bar que se encuentra a unos pocos metros, pero mi estómago sigue encaprichado y se que mi voracidad es solo un intento de calmar los nervios.
La audición no salió tan mal como esperaba, aunque me enfrenté al juicio de Byron casi sin haber dormido. Cuando me llevé el violín al hombro, sentí mis hombros quejarse, entre el dolor y el entumecimiento. Una pesadez tiraba mi cuerpo hacia abajo, aunque mi cabeza estaba completamente despejada. Esta vez no hubo magia, no hubo trance. Toqué, como siempre, de la mejor forma posible… pero en ningún momento logré dejarme llevar. Quizás tenía miedo de lo que pudiese pasar, cansado como estaba, si no me mantenía en control de la situación.
Llegué a la parada del autobús y miré a mi alrededor, buscando algún banco o superficie en la que sentarme. Nada. Ni un árbol que me proporcionase algo de sombra. Desde donde estaba podía ver las mesas afuera del bar, invitándome. Pero preferí esperar. Siempre podía hacerme un café en casa… o un mate, que me quitase el sueño de encima y me preparase para una jornada laboral. Si bien El Ministerio me había dado la mañana libre para las audiciones, siempre dejaban en claro que la única condición era que no me atrasase con el trabajo.
Diez minutos después volvía a casa, sentado en la parte de atrás de un autobús. Uno de los aspectos positivos de haberme mudado es que ahora disponía de un medio de transporte entre mi departamento y el centro de la ciudad.
Apoyé mi cabeza sobre el vidrio frío, sintiendo un agradable alivio. Mi mente volvía una y otra vez a los detalles de aquella mañana, que parecían desdibujarse. No recordaba del todo a quiénes había visto en la sala de espera. Simplemente me había limitado a esperar con mi violín sobre el hombro, mientras miraba a través de una ventana y lo recorría con mi mano izquierda, ejecutando escalas imaginarias para mantenerla “aceitada”.
Paulo. Había visto a Paulo con su contrabajo y a algunos violinistas que ya habían compartido filas conmigo en otras ocasiones. Harper también estaba allí, con su violoncello. Y me pareció haber visto muchos rostros nuevos. Sarah, la muchacha baja de cabello rizado, iría por el rol de solista. Esas audiciones estaban programadas para la tarde.
Intenté recordar mi audición. ¿Realmente había tocado todo lo bien que recordaba? El rostro del director no había mostrado emoción o reconocimiento alguno.


Miércoles, 25 de septiembre.

Me encuentro en mi habitación, mirando incrédulo a un mail que acaba de llegar.
El departamento nuevo solo tiene dos ambientes: uno que hace a la vez de sala, comedor y cocina y otro con un armario, una cajonera y una cómoda cama matrimonial. Desde que llegué, intenté con desesperación dar un toque personal y hogareño. Inmediatamente luego de firmar el contrato de alquiler, había recorrido algunos negocios del centro de La Paz, buscando todo lo que había visto que faltaba en la cocina: vajilla, repasadores, tazas, etc. Luego había realizado una compra grande en el supermercado. Pocas horas después, mientras abría varias cajas que contenían mis pertenencias, observaba la alacena que ya estaba llena de alimentos imperecederos, cajas de té y café, paquetes de harina para hornear, etc. El hecho de saber que tenía comida para una semana me ayudó a sentirme en casa, ya desde aquellas primeras y extrañas horas. Mudarse siempre es emigrar un poco. Sin embargo, el toque maestro lo había dado al acomodar varias pertenencias personales sobre la cajonera de mi habitación. Eran varios regalos que había recibido de amigos y familiares, en mi última visita a Argentina, además de varias fotos, una vieja entrada a un concierto y una cruz de san francisco que mi padre me había regalado cuando yo era niño.
El departamento es luminoso y acogedor, realmente puedo considerarme afortunado. E incluso mi habitación tiene un hermoso escritorio negro en donde hace una semana que me dedico a mi trabajo.
¡Una semana! Es verdad, hoy hace una semana desde que llegué. Los llantos de la vecina se detuvieron y yo comienzo a dormir mejor. Las primeras noches fueron de insomnio, aunque no logro entender por qué. A ver, no… es verdad que siempre tuve problemas para dormir. Pero los últimos años creí tener controlado mi “insomnio crónico”. Al menos dormía bien hasta que llegué a este lugar. Quizás solo tenía que acostumbrarme.
En fin, así que me encontraba trabajando, cuando la notificación de un mail puso en marcha un desorganizado redoble de tambores en donde antes estaba mi corazón. Lo abrí, con la incertidumbre de no saber que esperar, esta vez. El correo, escrito de puño y letra de Byron, nos comunicaba en breves frases los días de ensayo, el día y la hora del concierto y los resultados de las audiciones.
Acaban de darme el rol de concertino.
Parpadeé incrédulo. Una parte de mi no terminaba de entender lo que estaba leyendo y otra, siempre analítica, se preguntaba para qué había concursado por ese puesto si realmente no esperaba conseguirlo.
Repasé la lista de los músicos para este concierto. Ni Indira ni Anastasia tocarían, esta vez. ¿Sería por eso que me habían dado el puesto? ¿Por falta de competencia?
El resto de la lista mostraba varios nombres nuevos. De hecho, la lista de violines primeros me era completamente desconocida, aunque me alegró ver que Paulo se encontraba en la fila de contrabajos. Me iba a hacer falta ver un rostro amigo para enfrentar aquella responsabilidad.
Volví a repasar la lista de mis músicos y reparé en un detalle que había pasado por alto. El nombre de Lee se encontraba al final. Lee, que había pasado los últimos meses tocando en prestigiosas orquestas de Perú y otros países. ¿Cómo no se había presentado para concertino?
Mis pensamientos fueron interrumpidos por un segundo correo del director, esta vez dirigido únicamente a mí. Me adjuntaba las partituras de la sinfonía de Schubert que interpretaríamos, además del concierto para violín número 4 de Mozart. En breves y concisas frases me decía que mi responsabilidad era revisar y adaptar las partituras, además de llamar a dos o tres ensayos de fila para asegurarme de que los violinistas estuviesen perfectamente preparados para los ensayos con la orquesta entera.

Decidí empezar cuanto antes. Ni bien terminó mi jornada laboral, saqué algo de tarta fría de la heladera, imprimí las partituras y me puse a revisarlas con un lápiz en la mano.
Quizás haga falta una explicación para los lectores que no conozcan los rudimentos de la música clásica: además de las notas, cualquier partitura clásica lleva una serie de indicaciones del llamado “fraseo”. Podríamos definirlo como la forma en que un cantante encadena notas en una única respiración, antes de tomar aire para continuar. Si se quiere, tiene el mismo valor semántico que un discurso dividido en frases y pausas. Los instrumentos de arco, además, utilizan estas indicaciones de fraseo para saber en qué dirección mover el arco. ¿Alguna vez vieron la hermosa coreografía de una orquesta cuyos miembros mueven los arcos en perfecta sincronía? Bueno, he aquí el motivo.
Y he aquí que estas partituras estaban, por así decirlo, en blanco. Solo contenían las notas. No tenían una sola indicación de fraseo. Solté un suspiro y me preparé para dedicarme a ello el resto de la tarde. Muchas veces el fraseo de una obra no resulta una verdad universal, sino la interpretación personal del músico de turno. En este caso, supuse, mi rol como concertino sería evaluado antes incluso del primer ensayo. Cualquier error de criterio en mis anotaciones sería notado al instante por los músicos de la orquesta y el mismo director. Sin embargo, si todo salía bien, aquella jornada terminaría con un lápiz bastante más corto que como había comenzado… y la satisfacción de un trabajo casi artesanal.
Varias horas después, la tarta seguía intacta en su plato junto a la laptop en donde el video de la sinfonía de Schubert (interpretado por la Filarmónica de Berlin) se encontraba pausado casi al final de su reproducción. Había recurrido a varias registraciones en vivo, cada vez que tenía alguna duda.
Suspiré, cansado, y tomé mi teléfono para escanear las hojas y enviarlas a los músicos de la fila. Aproveché para proponer un ensayo para aquél mismo sábado.


Viernes, 27 de septiembre.

Acabo de hablar con Lee por teléfono, para saber si el mail había llegado. Me costaba creer que no hubiese recibido respuesta de ninguno de mis músicos. El muchacho me aseguró que las partituras le habían llegado el mismo miércoles a la noche, aunque se había olvidado de responder. Pero que, de todos modos, el sábado iba a estar ocupado.
Decidí esperar hasta la noche, antes de enviar un nuevo mail pidiendo una confirmación urgente para el ensayo del sábado.


Lunes, 30 de septiembre.

Obtuve solo unas pocas respuestas, a lo largo del fin de semana. Sin embargo aún quedan un par de semanas antes de los ensayos con la orquesta entera. Volví a proponer un ensayo de fila el miércoles, en un horario a convenir. Un par de músicos confirmaron. Quizás solo estén ocupados en temas más urgentes.


Martes, 1 de octubre.

Nueva oleada de mails, recordando el ensayo de mañana. Empiezo a dudar seriamente sobre la responsabilidad de este grupo de músicos. ¿Debería cancelar el ensayo y buscar alguna fecha en la que podamos estar todos presentes?
Acabo de hablar con Lee por teléfono, que me confirmó su presencia mañana.


Miércoles, 2 de octubre.

Acabo de llegar del “ensayo”.
Tengo la boca seca. Se suponía que mi fila constaba de ocho violinistas. Catorce, si contábamos a los segundos violines que también habían sido convocados en mis mails.
Solo se presentaron tres muchachos. Llegaron unos minutos luego del horario convenido, aunque debo reconocer que inmediatamente se sentaron con el instrumento en mano, mirándome con atención.
Me dispuse a trabajar con ellos durante unas horas… solo para descubrir que ninguno había anotado las indicaciones de fraseo. Los miré durante unos segundos, completamente mudo. La situación era absolutamente diferente de los ensayos de Anastasia, antes del concierto en la Catedral.
- Podemos anotarlas ahora- sugirió uno de ellos, con una sonrisa inocente. Yo sentía un creciente deseo de ponerme a insultar por la ventana. En lugar de ello asentí con la cabeza y comencé a darles indicaciones veloces. Si terminábamos con esto rápidamente, aún habría tiempo de hacer juntos una primer lectura de la sinfonía.
Pero no. Una hora y media después, apenas habíamos terminado de poner a punto las indicaciones que yo había enviado por mail. Los muchachos se detenían a menudo para sugerirme cambios en el fraseo que les dictaba o debatirlo entre ellos, probando diversas formas con sus instrumentos.
Supongo que la culpa es mía. Tengo la pésima costumbre de mostrarme abierto y considerado a las opiniones ajenas. Quizá demasiado. ¿Había hecho bien en instaurar esa falsa democracia y sacrificar un entero ensayo? ¿Tendría que haberme impuesto desde el primer momento y ordenarles que copiaran lo que yo ya había enviado con tiempo de sobra, días atrás? ¿En qué condiciones íbamos a llegar al concierto?


Jueves, 3 de octubre.

Ni bien llegué a casa, ayer, volví a enviar una convocatoria para el próximo sábado a la mañana. Recalqué imperiosamente que esta vez no estaba pidiendo la disponibilidad de nadie, sino convocándolos a todos, sin excepciones.
Apenas envié el correo, llamé a Lee por teléfono, para saber porqué no se había presentado al ensayo. Experimentaba una mezcla de resentimiento y frustración poco habitual en mí. No hubo respuesta.


Sábado, 5 de octubre.

Muy bien, acabo de llegar del ensayo de fila. Los brazos me palpitan dolorosamente y los párpados me pesan de cansancio.
Tengo que reconocer la habilidad de estos músicos, de eso no hay duda. Técnicamente son infalibles. Aunque me quedan dudas sobre su capacidad organizativa.
De los 14 violines que integrarían la More Lucky en este concierto, 12 habían acudido a la hora indicada. Los otros dos habían avisado de un “imprevisto”, media hora antes del ensayo.
Nuevamente me encontré con problemas en las partituras. No solo la mitad de los músicos tenía anotaciones incompletas de todo lo que yo había enviado hacía ya diez días. Incluso habían varias versiones de mis indicaciones. Tras indagar un poco, descubrí que más de uno había preferido anotar sus propias correcciones, sin consultarme previamente.
Decidí no perder tiempo, aquella vez. Solo teníamos un par de horas para ensayar el programa entero.
Atacamos la sinfonía de Schubert como una sola persona. Bueno… suponiendo que esa persona tuviese un gran problema de control en sus extremidades. Bastaron unas pocas notas para darme cuenta de que cada arco se movía en modo diferente al resto. Si cerraba mis ojos, todo parecía sonar más o menos en orden, pero sabía que aquello no iba a bastar para Byron.
A lo largo del ensayo me esforcé por corregir algunos de los errores más serios de fraseo, solo para encontrarme con opiniones, sugerencias, debates internos entre los músicos y, en general, una cierta resistencia a cualquier cosa que no les resultase del todo lógica.
Decidí frenar todo a quince minutos de la hora de finalización para recalcar la importancia de que todos copiasen las indicaciones que había enviado por e-mail. No me pareció haber resultado demasiado convincente. Observé que, incluso, tres cabezas acababan de juntarse para murmurar rápidamente unas pocas palabras y anotar algo con lápiz sobre una de las partituras.
Los miré, mudo. ¿Estaba resultando demasiado considerado? ¿Debería faltar a mi natural forma de ser y ordenarles que obedeciesen? Éramos todos adultos, después de todo.
Decidí dejarlo pasar. Les pedí que por favor hiciésemos una última pasada de la sinfonía, para asegurarme de que no hubiesen grandes problemas.
Tomé mi violín. Apoyé el arco sobre las cuerdas… y la sala de ensayo pareció temblar ante mis ojos.
A ver, no… no fue exactamente un temblor. Fue casi como si el cableado entre mi cerebro y mis ojos temblase durante un par de segundos. Rápidamente noté que mi brazo derecho estaba completamente endurecido. Los segundos pasaban y los músicos esperaban mi indicación para empezar. Los miré, atónito, mientras intentaba relajar el codo. Sentía como si llevase un yeso.
Los muchachos comenzaron a mirarse entre ellos, lanzándome miradas inciertas.
- ¿Va todo bien?- preguntó Lee.
Miré a mi amigo, mientras intentaba tragar algo que parecía arena en mi boca.
- Sí…- musité - ¿Saben qué? Dejémoslo por hoy-
Hubo un murmullo de asentimiento, mientras todos se levantaban para guardar sus violines.
Yo permanecí en mi silla, moviendo lentamente el brazo hacia arriba y hacia abajo. Aún lo sentía entumecido.
- Perdón- insistí - ¿Podríamos volver a ensayar en algún momento de la semana? ¿O el sábado que viene? El ensayo de orquesta es el 14, aun tenemos tiempo-
Me imagino que el lector puede intuir cuál fue la respuesta.


Lunes, 14 de octubre.

El primer día de ensayo fue un caos.
Y yo no sé qué me está ocurriendo. Algo en mí definitivamente no anda bien. Acabo de salir de la ducha, luego de llegar al departamento. Mi corazón aún late con fuerza. Y no se me ocurre otra forma de calmarme que volcando algunos pensamientos en mi laptop.

A ver… definitivamente esta no es la fila de violines que tocó bajo las indicaciones de Anastasia.
Yo había reenviado las indicaciones, ni bien llegué a casa luego del ensayo de fila. No había recibido confirmaciones de lectura del correo, pero preferí no pecar de soberbio insistiendo en “la importancia de llegar al ensayo de orquesta perfectamente preparados”. En general no había notado problemas técnicos, por parte de los músicos. Es más, la mayoría parecía incluso tener más experiencia que yo.
Lo que me preocupaba era la extraña reacción de mi cuerpo. El lunes luego del ensayo, tras descansar todo el domingo, rogando que mi rigidez solo fuese fatiga, había abierto el estuche para calentar un pocos los dedos y repasar los pasajes más complejos de la sinfonía. La reacción había sido instantánea: apenas vi mi violín, mis brazos se tensionaron, como si me preparase para luchar o huir de algo que amenazase mi vida.
Tomé el instrumento, con mucho cuidado. Tras años de experiencia, sabía qué hacer en aquella situación, aunque nunca me había ocurrido ese rechazo corporal a la música.
Respiré profundamente y comencé a tocar, casi sin emitir sonido. Mi mirada se deslizaba sobre el papel, mientras ejecutaba la sinfonía de modo mucho más suave y lento del que correspondía. Intentaba darle a mi cuerpo el tiempo para retomar el contacto con el instrumento. A cada pequeño movimiento, me concentraba para relajar mis hombros y mis brazos. Pero algo definitivamente andaba mal. Notaba mis dedos arqueados de forma extraña, como una garra. Se movían de forma torpe y apática. La mano que manejaba el arco parecía negarse a deslizarlo de modo natural. Mi cuerpo entero parecía rebelarse ante aquella acción. Me sentía como un niño que apenas toma sus primeras clases.
Unas pocas horas después, dejé mi instrumento en el estuche. Al final casi había logrado volver a ser yo mismo. Con el pasar del tiempo, mi cuerpo comenzó a relajarse hasta que logré llevar la sinfonía a su velocidad y cadencia originales. Me sentía aliviado por el resultado obtenido, pero me preocupaba la cantidad de tiempo que me había llevado. ¿Qué iba a hacer si eso me ocurría durante el ensayo de la orquesta?
El lunes, hoy mismo, me encontraba sentado en la silla que corresponde al concertino. Siempre me había preguntado si el mundo se veía distinto desde ahí… y tengo que decir que, de hecho, sí: es como mirar el paisaje desde la cima de una montaña.
A la hora convenida, Byron alzó su batuta y me dirigió una leve mirada, con un gesto absolutamente inexpresivo. Miró a la orquesta. Como de costumbre, el mundo pendía de un único gesto. Su gesto.
Respiré profundamente e intenté relajar mi cuerpo, sobre la silla. El resto de la semana había experimentado aquella molesta rigidez en menor medida. Definitivamente mucho menos que el lunes. Casi a un nivel controlable.
El director atacó y la orquesta entera descargó una única nota, larguísima. La sinfonía número 3 de Schubert, en Re mayor, comienza con una única nota, muy intensa. La orquesta entera ataca, mientras los timbales percuten furiosamente. Luego, los vientos marcan el tempo, con muchísima suavidad, mientras las cuerdas ejecutan unas breves escalas. Todo es murmullo y expectativa, hasta que la verdadera sinfonía comienza, unos segundos después.
Y de hecho, eso es todo lo que duró. Unos pocos segundos.
Byron detuvo a la orquesta y miró a los violines. Mi corazón se detuvo.
- No sabía que teníamos al ballet del teatro Bolsoj, señores. ¿Sería mucho pedir que todos los arcos se muevan de la misma forma? No quiero coreografías contemporáneas-. Tras esto, se aclaró la garganta y volvió a mirar a la orquesta.
Dirigí una rápida mirada hacia atrás. Sabía perfectamente que no se debía a una equivocación momentánea. Los músicos aún tenían distintas versiones del fraseo.
No tuve mucho tiempo para pensar, antes de que el director volviese a atacar. Me resigné ante lo inevitable. Y lo inevitable llegó, exactamente en el mismo punto que la primera vez, con un manotazo sobre el atril.
- ¡LOS ARCOS, CRISTO BENDITO!- vociferó Byron. Volvió a levantar la batuta. Yo no sabía cómo salir de ese bucle catastrófico.
Volvimos a empezar. Volví a sentir un manotazo, tras lo cual solo hubo silencio. No me atrevía a mirar al director o a la orquesta.
- Jacob- sentí la voz de terciopelo, derramándose sobre mi cabeza como una espada de Damocles – Envió las indicaciones de arco a su fila como le pedí, ¿Cierto?-
¿Qué podía hacer? No era el momento ni el lugar para explicar lo que había ocurrido. Y, después de todo, quizá fuese mi culpa por no haber sido más firme en mi rol de concertino.
Asentí con la cabeza. Mudo. Byron asintió a su vez, taladrándome con la mirada.
- Será un error mío, entonces- murmuró, volviendo la mirada a su atril. – Estos viejos ojos deben estar fallando-.
Alzó su batuta y yo volví a mirar a los músicos de la fila.
- Miren mi arco, por favor- les rogué. No se me ocurría otra forma de salir de esa situación.
La música volvió a comenzar y se extendió durante un par de minutos. Una vez que dejamos atrás el punto donde nos habíamos detenido, suspiré aliviado. Sin embargo mi cuerpo comenzaba a fallarme otra vez. Sabía que era cuestión de tiempo para que alguno de los músicos equivocase un arco. La orquesta ejecutaba las escalas veloces que Schubert había escrito más de un siglo atrás y yo intentaba tocar con la mayor soltura posible. Tenía que dirigir a mi fila desde la gestualidad, moviendo mi arco de la forma más clara y previsible que pudiese. Sin embargo mis músculos comenzaban a agarrotarse otra vez, de forma antinatural. Comencé a transpirar mientras mi corazón se aceleraba. ¿Qué me estaba ocurriendo? Unos instantes después podía sentir el tamborileo de mi corazón en mi pecho, mientras todo mi cuerpo se rebelaba. El grito del director casi fue un alivio, cuando nos ordenó detenernos.
- ¡Escandaloso, señores!- dijo, mirándonos fijamente. – No se cumplen las condiciones mínimas para afrontar un ensayo medianamente serio. Esto no es una orquesta, es un grupo de aficionados sin la menor voluntad de hacer música-
Byron guardó su batuta y se levantó de la butaca.
- El ensayo se terminó, señores. Lo lamento por los músicos que sí tienen futuro, pero con una fila de violines en estas condiciones, no hay nada que yo pueda hacer. Vayan a estudiar. Mañana espero ver una orquesta, no un grupo de mercenarios irrespetuosos-
Se dio vuelta para abandonar la sala de ensayos. Pero entonces volvió a dirigirnos una mirada llena de desprecio.
- Nadie los obliga a ejercer esta profesión. Realmente. Si no tienen la voluntad de cumplir con lo mínimo para tocar en una orquesta, allá afuera hay un mundo lleno de restaurants que necesitan lavaplatos-.














Comentarios

  1. Querido amigo, me gusta leer historias reales y la tuya no tiene desperdicios, una vida con aciertos y incertidumbre, pero valiosa.
    Un placer leerte, que tengas un feliz día
    Abrazos y te dejo un besito, soy Argentina

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  2. Martin, por fin encontre a tus seguidores, ahora te sigo.
    Abrazos y besos Martin

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  3. Lo de los ensayos...como te pille el dia torcido, ya puedes intentarlo mil veces que es mejor dejarlo y mas cuando dependes de un cuerpo que a veces decide abandonarte.
    Gracias por dejarnos asomar a un pedacito de ti!
    Un beso!

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