Capítulo 10 (parte 3): 29 de junio, 2024.

Llevábamos casi un cuarto de hora sentados, en medio de un silencio atroz.

Byron estaba de pie, impecablemente vestido, como siempre, mirando a través de uno de los grandes ventanales de la sala de ensayo. Su rostro no mostraba emoción alguna, pero la forma en que sus manos se crispaban al agarrar la batuta delataba la tormenta que se estaba preparando dentro suyo.
Los músicos de la More Lucky se dirigían breves miradas, alternando entre la duda, el desconcierto y algo de temor. Entre ellos había una silla vacía. Una única silla vacía. Si no fuese por ese detalle, la eventual foto de la orquesta hubiese mostrado un nutrido grupo de personas de edades y etnias muy variadas, cada uno con un instrumento en mano, que se sentaban ordenadamente… y en silencio.
Un silencio que ya casi se había extendido durante quince minutos que habían resultado interminables.
El silencio pesaba, estaba hecho de una tensión casi tangible, más ruidosa que cualquiera de los instrumentos expuestos entre las manos de los músicos.
En ese momento, una de las puertas de ingreso se abrió. Rechinó brevemente y dio paso a una muchacha de rostro nervioso y cabello claro, que entró apresuradamente y comenzó a caminar hacia los presentes. Llevaba una viola en la mano y mientras se dirigía a su silla, miraba al director de reojo, con nerviosismo. Sus pasos resonaban en la enorme sala.
Byron no había dado muestra alguna de haberla notado. Pero, como era evidente, cuando la muchacha casi había llegado a su silla, el director se volteó y clavó en ella una mirada desapasionada. Un gesto entre la decepción y el aburrimiento.
- Ni se moleste, querida- murmuró en un tono bajo, pero perfectamente audible.
La chica se detuvo a un metro de su silla. Comenzó a balbucear, explicando que había habido una repentina fuga de agua en su departamento y que había avisado a un par de colegas que llegaría cuanto antes. Byron alzó una mano, cortándola en seco.
- Vaya y ocúpese de la fuga, entonces. Y no vuelva-. Y, tras estas palabras, tomó su lugar en la silla elevada, frente a la orquesta. La muchacha, al borde de las lágrimas, permanecía de pie… inmóvil. Así se quedó durante unos segundos, mirando al director y a sus colegas. Yo también los miraba. Casi todos estaban cabizbajos, como si no quisiesen formar parte de aquella escena. Nadie se atrevía a mirar a la violista a la cara.
La chica rompió a llorar en silencio y se dirigió hacia la salida. Nadie levantó la mirada.
Al oírse la puerta, que se cerraba, el silencio volvió a caer sobre la orquesta. Byron lo dejó gotear sobre nuestras cabezas durante unos instantes, antes de aclararse la garganta y levantar la batuta. Así dio comienzo el segundo día de ensayo.

Los programas de la More Lucky solían prepararse mediante un método muy usual en orquestas de todo el mundo: El director enviaba las partituras a todos, unas semanas antes del comienzo de los ensayos. Luego la orquesta entera, con el material ya preparado y estudiado, se reunía durante una o dos semanas de ensayos intensos. Las jornadas solían extenderse durante más de seis horas, pero siempre me había resultado extremadamente placentero ver cómo las piezas comenzaban a perfeccionarse, día tras día.
El programa era incluso interesante. Compuesto por obras que no solían interpretarse. Entre algunas piezas cortas para diversos solistas, se encontraba la sinfonía número 44 de Haydn. Nada menos que un viaje vertiginoso a través de melodías encantadoras, no exentas de una cierta complejidad que resultaba muy refrescante para tratarse de una obra del periodo clásico.
Y, a modo de bis, el Aria en sol mayor de Bach. Otra vez esa maldita obra. Pareciera que no me libro de verla desfilar frente a mí cada cierto tiempo. Aunque esta vez me prometí a mí mismo dar un cariz diferente a las cosas. Íbamos a tocar en la iglesia de San Francisco. Si había un lugar en donde dar a esa obra el valor sagrado que el autor requería y rogar a quien sea que esté allá arriba que quienes partieron encuentren la paz, era sin duda esa iglesia.

Luego de un par de días de ensayo, había tenido la oportunidad de conocer a mis nuevos compañeros de fila. Castillo había enviado un mail, inmediatamente después de que los resultados del concurso fuesen publicados. Se había presentado de forma muy formal, expresando su (cito sus palabras) “más sincero deseo de que todos podamos trabajar juntos y brindar lo mejor de cada uno para dar un concierto perfecto”.
El segundo mail llegó la mañana misma del comienzo de los ensayos, antes del primer encuentro. En él, Castillo expresaba nuevamente su emoción y nos pedía disponibilidad para el fin de semana. Creí saber por qué.
Aquella primera jornada transcurrió sin grandes sobresaltos. Incluso diría que, para lo que solían ser los ensayos de la More Lucky, había resultado prácticamente perfecta. El director había llegado para encontrar a la orquesta afinada y lista para empezar. Habíamos realizado una lectura rápida de todo el programa, tras lo cual Byron comenzó a trabajar la sinfonía de Haydn con mucha atención al detalle. En más de una ocasión, Paulo y yo habíamos intercambiado una mirada de incredulidad, preguntándonos cuando comenzarían los gritos. Y sin embargo, varias horas después, Byron asintió con la cabeza mientras guardaba su batuta en un delicado estuche forrado de terciopelo. Me pareció oír un suspiro a mi alrededor, como si la orquesta se desinflase. Yo también me sentía aliviado y hasta optimista.
- Excelente trabajo- dijo el hombre, con un tono de voz hecho del mismo material que la cajita que sostenía en la mano. – Mañana a la misma hora. No espero menos que lo que logramos hoy. Esta es la base mínima sobre la cual construir. Pueden retirarse-. Y salió de la sala de ensayo.
Unos momentos después, yo salía del recinto, pensando en la cena. En las escalinatas se encontraban mis compañeros de fila, formando una ronda.
- Martín- saludó Castillo, sonriente, cuando me acerqué - ¿Recibiste mi mail? ¿Estarías disponible para un ensayo de fila el sábado? ¿Y quizás el domingo?- soltó estas preguntas en rápida sucesión, mirándome fijamente a los ojos.
Por supuesto que lo estaba. Últimamente los fines de semanas estaban dedicados a estudiar y a realizar las compras mínimas de la semana: Ingredientes variados para cocinar, algún elemento faltante del departamento, materiales de limpieza… y quizás algo de chocolate. Sinceramente, el chocolate me pierde.
Acordamos vernos el sábado a la mañana en una de las salas anexas del teatro. Y nos despedimos hasta el día siguiente.

Al concluir la semana de ensayos, sin grandes novedades, me dirigí temprano al teatro para el ensayo pactado. Había esperado aquella mañana con mucha emoción. Y es que un ensayo de fila siempre es distinto de un ensayo de orquesta. Cuando tocas entre otros cincuenta músicos, es fácil mezclarse en el entretejido musical. Pequeños errores pueden pasar desapercibidos y uno no exige tanto a su instrumento. Distinto es, desde ya, el rol de solista: una figura que debe destacarse sobre ese entretejido. Pero el músico de fila, si conoce el oficio, sabe que es más importante la capacidad de fundirse en el río de sonidos y aportar desde lo colectivo que la habilidad de destacar.
En un ensayo de fila todo sale a la luz. Se trata de grupos de ocho o diez músicos, en donde cada uno es un individuo de sonido que busca sumar a un resultado final. Como un pequeño grupo de acróbatas, cada movimiento es importante.
Y no solo eso… para quien tiene la voluntad de aprender, un ensayo puede ser la posibilidad de nutrirse de cada una de las personas que lo rodean. En la orquesta se percibe el río, que corre. En la fila, cada una de las corrientes de agua que lo componen.
Entré al anexo algunos minutos antes de lo previsto. Castillo ya se encontraba allí, con otra muchacha de cabello rizado y sonrisa pícara. Observé, divertido, lo distintas que eran: la muchacha de rizos llevaba unos pantalones desgastados y una remera en la que se veía el logo de algún animé. Era una muchacha petiza y rolliza, que sonreía con todos los dientes, como si no tuviese nada que aparentar ante nadie. Castillo, por el contrario, se encontraba sentada con la espalda muy recta, anotando sobre la partitura con un lápiz. Vestía sobriamente, con ropas grises y negras, y llevaba su largo pelo oscuro suelto, en una prolija cascada que le caía por la espalda.
Mientras armaba mi instrumento y colocaba las partituras en el atril, el resto de la fila fue llegando. Nos fuimos sentando en círculo, a pedido de Castillo, y para cuando un reloj anunció las nueve en punto, todo estaba listo.
Salvo por el hecho de que faltaba un músico de la fila.
Castillo propuso esperar unos minutos, mientras nos explicaba sus anotaciones en lápiz. Mientras todos las copiábamos, observé con mucha satisfacción que la chica parecía saber exactamente lo que hacía. Toda obra orquestal sufre pequeñas correcciones de interpretación. Cada concertino se permite esto según sus ideas técnicas o sus gustos musicales. Sin embargo, estas correcciones pueden garantizar el buen funcionamiento de la fila… o destruir la obra, sencillamente. En este caso, cada detalle parecía enriquecer nuestro trabajo.
Los minutos pasaban y el músico faltante no llegaba, por lo que decidimos empezar y ya.
El ensayo duró varias horas, que disfruté como si estuviese en una cena con amigos. Nuestro concertino se comunicaba claramente, deteniendo la música para darnos indicaciones, consejos, pedirnos opinión sobre algún pasaje en particular, o dar ejemplos con su violín en mano. Se sentía un clima de colaboración y confianza en esa fila, como hacía tiempo yo no experimentaba en mi oficio. El debate era sano y respetuoso y, para cuando terminamos, la sinfonía de Haydn ya había tomado forma.
La muchacha nos despidió, unos minutos antes de la una, agradeciéndonos por la presencia y el esfuerzo. La atmósfera era optimista, si bien se oía un coro de ranas en donde antes estaban nuestros estómagos.
Al día siguiente nos reunimos a la misma hora, siempre en el teatro. Esta vez llegué primero y me dirigí directamente a abrir los ventanales de la sala. Un viento fresco de domingo entró alegremente, atenuando el calor de la habitación.
Un momento después, la puerta se abrió e Indira entró silenciosamente. Tras una brevísima sonrisa y un gesto de la cabeza, se dirigió su silla y comenzó a sacar su instrumento. Me senté junto a ella, sin saber cómo iniciar una conversación. No parecía, sin embargo, alguien a quien le incomodara estar en silencio.
La puerta volvió a abrirse y Castillo entró apresuradamente, con el teléfono pegado a la oreja. Balbuceaba en voz baja, mientras su rostro se movía entre la ansiedad y la angustia. Tras ella, entró el resto de la fila. Solo faltaba el mismo músico del día anterior.
Unos minutos después, ya todos sentados, la muchacha nos miró fijamente. Llevaba el estuche de su instrumento apoyado sobre el regazo.
- Acabo de hablar con Byron- nos informó sin rodeos – Esta mañana recibí un mensaje de Berto. Parece que hoy tampoco puede venir, aunque no me explicó por qué-
Los músicos asintieron, en silencio.
- Byron pidió expresamente que la fila se reuniese para trabajar los detalles que corrigió en los ensayos grupales- continuó Castillo – Y también me pidió que le informase sobre la asistencia, puntualidad y desempeño general de los músicos-. Tras estas últimas palabras, que soltó velozmente, la muchacha nos miró fijamente uno a uno. Nadie hablaba.
- Y ahora Byron te acaba de llamar- comenté, ya que nadie sabía qué decir.
- Sí… y no está contento. Nunca lo había oído usar en ese tono-.
Miré a mis colegas. Obviamente nadie iba a hablar del elefante en la habitación. Me reproché internamente, a sabiendas de que iba a terminar haciendolo yo.
- Bueno, me imagino que lo conocerás mejor que yo- dije, tanteando el terreno.
- Sí, fui parte de algunas orquestas infantiles y juveniles que él financiaba hace años. Y hemos viajado mucho juntos-. Aquella última afirmación me sacó del guion que estaba preparando. Y la muchacha del cabello rizado debió ver mi cara de confusión, porque saltó en mi ayuda.
- Martín se unió a la More Lucky hace poco- dijo, para luego volverse hacia mí – Byron, además de empresario y director, es un activista musical reconocido en todo el mundo. No es extraño que presente músicos prometedores a otros directores o grupos musicales. Hasta donde sé, es una figura central en muchas orquestas de México, Brasil, Estados Unidos, varias islas centroamericanas, Albania, Italia y Rumania. Y frecuentemente viaja, por trabajo o negocios, llevando músicos consigo. Los presenta, los pone a prueba, les consigue contratos o lecciones privadas con algún importante maestro…- se detuvo, buscando las palabras.
- Empiezo a entender, sí - afirmé.
- Es una excelente persona- insistió Castillo – Siempre dispuesto a ayudar y disponible en todo momento-
Asentí brevemente con la cabeza. Preferí no hablar. Simplemente preparé mi instrumento y nos dedicamos al ensayo de aquella mañana.
Y, por supuesto, al día siguiente el ensayo de la orquesta empezó con un discurso de nuestro director.
Comenzó hablando sobre la responsabilidad y el respeto a nuestros colegas. Mencionó que “se había enterado” de algunas faltas e irregularidades en los ensayos de fila. Volvió a amenazarnos con nuestro futuro en McDonald’s, subrayando que solo siguiendo sus indicaciones se podía pensar en una carrera musical. La intensidad fue subiendo hasta que culminó en un par de exclamaciones y un golpe al atril, ante él.
Castillo mantenía la mirada clavada en el suelo, completamente pálida. Me propuse hablar con ella luego del ensayo.

Unas horas después, nos encontrábamos en un pequeño bar, sentados bajo una sombrilla, en una mesa de metal pintado de blanco. Me gustaba mucho aquél lugar, al cual había ido varias veces con Lee, Paulo y Alizee. Era, de hecho, el mismo bar al que me había sentado con el contrabajista, luego del robo a mi departamento. Dentro solo había un mostrador con algunos sándwiches preparados y dulces de distintos rellenos. Detrás de este, la compleja maquinaria de la industria del café dominaba la pared trasera del local. En una esquina había una heladera con unas pocas gaseosas y cervezas. El resto del lugar lo ocupaban unas pequeñas mesas, rodeadas de sillas de aspecto endeble.
La verdadera extensión del bar era por fuera. El lugar daba a una enorme plaza, por lo que tenían la libertad de extender varias mesas y sombrillas. En una de ellas nos encontrábamos sentados Castillo y yo.
Lo que había empezado como una charla algo tímida por parte de los dos, había subido en tono e intensidad hasta casi rozar la discusión. Me sorprendió descubrir que Castillo arrastraba algo de culpa y responsabilidad por lo que había ocurrido luego del fin de semana. Se había tomado su rol de concertino con tanta seriedad que sentía el peso del éxito del concierto en su espalda. Y, por supuesto, los gritos de aquella mañana la habían afectado mucho. Era, en verdad, la primera vez en años que veía esa faceta de Byron que otros conocíamos tan bien.
De nada había servido que yo intentase explicarle cómo solían ser los ensayos y conciertos en la More Lucky. Castillo había tenido una experiencia muy diferente. Y, por lo que oía, muchos otros solistas se habían beneficiado de “La familia Byron”. La muchacha me puso al tanto de las enormes influencias de la familia de nuestro director, las cuales incluían no solo conexiones con el mundo formativo y profesional de la música, sino un amplio imperio inmobiliario. Poseían tierras y departamentos en varias capitales alrededor del mundo, los cuales a menudo se alquilaban a músicos que formasen parte de los conciertos y proyectos que la familia organizase.
Recordé lo que Paulo me había dicho, hace meses: Byron no solo era productor y director de la More Lucky, sino también dueño del teatro. Ahora parecía ser mucho más. Me sentía desorientado al pensar en el enorme poder e influencia que ostentaba aquel hombre que, desde el primer momento, me había parecido despiadado.
Sentí el suave golpeteo de la taza de Castillo contra su plato y volví a la realidad.
- No quiero ser insistente o aburrido- continué, a modo de conclusión. – Pero nada de esto es tu culpa. La forma en la que llevaste adelante el ensayo de fila fue excelente, yo mismo aprendí muchísimo. No permitas que las palabras de Byron te quiten la satisfacción de un trabajo bien hecho-
Castillo me miraba, muda. Durante la última media hora se había dedicado a defender al director y a insistir en que lo que él considerase justo hacer o criticar, siempre era por un bien mayor. Pero ahora me miraba, expectante. Decidí presionar un poco más.
- Yo era docente en Argentina. Entiendo que, como solista, estés acostumbrada a la presión como estrategia de enseñanza. Pero soy un convencido de que se puede corregir de forma responsable sin amenazas o maltratos. Los ensayos tienen que ser momentos de construcción y responsabilidad, en eso estamos de acuerdo. Pero el día de la presentación tiene que tratarse de la música. De la música y ya. ¿Para qué hacemos todo esto si luego no podemos disfrutar de la música o del saber que hicimos un buen trabajo? ¿Porqué deberíamos permitir que este hombre nos quite el resultado de lo que él mismo nos exigió que construyéramos? ¿Porqué…?-
- No se trata solo de Byron, Martín- me interrumpió Castillo. – La fila misma lleva días criticándome. Creen que no tengo derecho a ocupar mi cargo. Y, desde luego, no se tomaron a bien mis indicaciones durante los ensayos. Se que hablan a mis espaldas-
Parpadee, sorprendido.
- La verdad es que me sorprende… aunque estoy acostumbrado al ego de mis colegas alrededor del mundo. ¿Cómo te enteraste de eso?-
La muchacha volvió a bajar la mirada.
- ¿Byron?- aventuré. Ella solo asintió con la cabeza.

El día del concierto amaneció particularmente caluroso. Mientras miraba por la ventana, con un vaso de agua en la mano, me pregunté a cuánto llegaría la temperatura, esa tarde. Vestiríamos de negro, después de todo.
La jornada transcurrió de forma tranquila: dediqué la mañana al trabajo, salpicándola de momentos de juego con Merlina hasta la hora del almuerzo (hacía ya un tiempo que se dedicaba a maullarme para luego salir disparada hacia cualquier rincón del departamento, buscando que yo intentase atraparla). Inmediatamente después bajé las persianas y, sumido en la penumbra de quien busca algo de alivio al calor sofocante, comencé mi rutina de estudio. Sabía que el concierto iba a requerir atención y energía (a veces tocar en vivo resulta extenuante), por lo que simplemente pasé algunas horas reconectándome con la sensibilidad de mis manos sobre el instrumento y repasando los pasajes más traicioneros de las obras de aquella noche.
Cuando faltaba una hora para que el autobús nos pasase a buscar, me di una ducha rápida y me embutí en la ropa de orquesta… muy a mi pesar. Entendía la importancia de la formalidad, en ese tipo de eventos, pero vestirme de pantalón y camisa negros, con 37 grados a la sombra, no era demasiado atractivo. Dejé, eso sí, el saco colgado de la silla. No pensaba ponérmelo hasta que fuese estrictamente necesario. Y tras unos instantes de reflexión, dejé la corbata para más tarde, también.
Poco después, me encontraba sentado en la parte trasera del autobús. La mayoría de los músicos se habían apelotonado en la parte delantera, en donde conversaban ruidosamente. Paulo, poseedor innato de una capacidad para caer simpático, se encontraba en el centro de la acción. Nos mirábamos cada tanto, con una media sonrisa, como si compartiésemos una broma interna… la cual solo consistía en insistentes invitaciones con la cabeza para que me integre al tumulto. Yo me limitaba a mostrarle que llevaba los auriculares puestos. Me encontraba en mi propio momento íntimo, oyendo un programa de radio argentino que me acompaña desde que inicié este viaje. Los conductores se habían convertido en una compañía muy necesaria, cuando la nostalgia de mi tierra me invadía. Como si oyese conversar a mis amigos de la infancia. Para hacerlo aún mejor, a menudo invitaban a escritores o psicólogos.
Reí silenciosamente, por una ocurrencia del conductor del programa, y me fijé en Castillo. Era una de las pocas personas que no compartían la algarabía del sector delantero. Se sentaba sola, mientras sus ojos recorrían un pilón de partituras que llevaba en las manos.
Cuando el autobús agarró una curva y comenzó a subir por una calle angosta, capté nuevamente la mirada de Paulo. Sin mediar palabra, señaló a las ventanillas con un pulgar. La vista me dejó atónito.
Jamás había visto la catedral de San Francisco… pero no podría haber pedido una mejor carta de presentación: La estructura era imponente. Se alzaba al borde de un risco, al final de la ruta por la que subía el autobús. Desde la ventanilla no alcanzaba a ver la planta inferior y la puerta, pero el coloso de piedra antigua brillaba de un blanco inmaculado. La nave principal tenia un techo a dos aguas, y varias torres se elevaban alrededor, enormes, y coronadas cada una con un campanario. La lejanía engañaba la vista, pero me imaginé que cada una de esas campanas debía ser más alta que yo. Tras la catedral, el sol se ponía en medio de un ocaso colmado de nubes de distintas tonalidades entre el naranja y el rojo. El cielo mismo dibujaba una gama entre el celeste y las tonalidades del fuego. Ni la más hermosa de las pinturas podría haberle hecho justicia.
El autobús se detuvo ante las enormes puertas de hierro, que nos esperaban abiertas de par en par.
Dentro era aún más imponente. Dos filas de bancos de madera se extendían a lo largo de metros y metros. Los muros estaban completamente cubiertos por pinturas antiguas que representaban diversos pasajes bíblicos y los espacios vacíos ostentaban todo tipo de ornamentos. El techo mismo, que se elevaba sobre los enormes ventanales de cristal colorido, estaba pintado con una gigantesca escena celestial, que mezclaba ángeles y santos con un cielo nocturno, representado en un azul oscuro absolutamente hermoso. No había un solo centímetro de aquél lugar que no estuviese exquisitamente decorado.
Desfilaba, junto a mis colegas, hacia el interior de aquél lugar. Todos estábamos mudos.
El hechizo fue roto por la voz brusca de Byron, que caminaba hacia nosotros. Vestía impecablemente y ya tenía su batuta en la mano.
- Si me hacen el favor de ubicarse en sus puestos, señores, Monseñor Alcorta nos va a conceder media hora para probar sonido, antes de permitir la entrada del público-
Miré hacia las puertas. Era cierto, ya empezaban a llegar algunas personas. Me alegré internamente de que estuviese anocheciendo, si iban a tener que esperarnos afuera.
Unos minutos después, todo estaba dispuesto. La orquesta había preparado los instrumentos y los atriles en tiempo récord. Byron se elevaba ante nosotros, de pie sobre una tarima. El enorme atril de madera que se alzaba ante él le daba el aspecto de una alta figura religiosa, en medio de algún evento importantísimo.
Byron inspiró profundamente y en un único movimiento alzó la batuta y la descargó sobre la orquesta. El resultado fue desastroso. La mitad de los músicos no había atacado con él. Yo mismo me encontraba aún disperso entre la figura del director y la sensación de maravilla e incredulidad que me provocaba estar sentado en ese lugar, en medio de una orquesta.
El director dejó caer los brazos a los costados y nos dirigió una clara mirada de advertencia. Volvió a levantar la batuta, de modo exagerado, mientras la señalaba con la otra mano. Alzó una ceja, irónico, durante un par de segundos… y dio comienzo a la música.
A lo largo de mi carrera toqué en innumerables iglesias. Generalmente es algo incómodo y complejo. La reverberación del sonido y la acústica general son muy distintas de un teatro o de una sala de ensayo. Por algún motivo, esta vez era diferente. La catedral acogía y nos devolvía nuestro propio sonido, moldeado como si se tratase de las manos de una madre que dan forma, que nutren, que cuidan. La orquesta se desenvolvía con una libertad que yo desconocía, pero prontamente me abandoné a la comodidad de poder tocar en completa confianza y comunión con aquél lugar, que daba a nuestras notas un brillo completamente nuevo.
- ¡BASTA!- oí. Y la maravilla se hizo añicos.
Byron sacó un pañuelo del bolsillo de su traje y se enjugó el sudor de la gente.
- Señores, entiendo que tocar en este lugar sagrado es mucho mas de lo que varios de ustedes se merecen… pero esa no es excusa para arruinar un concierto. ¡Están corriendo, por el amor del cielo! ¡¿No es claro el tempo de la batuta?! ¡No quiero oír un solo músico que lleve la música más deprisa de lo que yo dictamine!-. Y volvimos a empezar.
Dos minutos. Apenas dos minutos de la sinfonía de Haydn y el director volvió a detenernos. Sin decir palabra dejó la batuta sobre el atril y salió por una pequeña puerta, ubicada detrás del altar. El portazo resonó en toda la catedral.
Permanecimos unos momentos en silencio, hasta que oímos que la puerta se abría. El director volvió a subir a la tarima con un antiguo metrónomo en sus manos. Si hubiese sido cualquier otra persona, el gesto hubiese resultado simpático. Como ofrecerle una hoja de calco a un pintor profesional. De parte de Byron, casi resultaba insultante.
El metrónomo comenzó a marcar el tempo, ruidosamente y el director volvió a levantar la batuta.
- Última oportunidad, señores. No me obliguen a cancelar el concierto-.
Tras unos minutos de música, nos dio la orden de detenernos. Nos miró, paseando una mirada severa y apática.
- No espero menos que esto-. Tras lo cual se volvió hacia el sacerdote, que observaba todo con gesto imerturbable.
- Tienen cinco minutos más, maestro… si desean aprovecharlos…-
- Nos basta con un minuto- dictaminó Byron. – Bach, señores. Solo los primeros compases. Quiero oír el clave… y quiero que se hagan a la idea, prontamente, de no ahogarlo con nuestro sonido-
El músico ya se encontraba sentado, a un lado de la orquesta, delante de un antiguo clave. Un instrumento hermoso que quizás tuviese más de un siglo de antigüedad. El muchacho parecía al borde del desmayo.
¿Peco de soberbio si asumo que el lector ya se imagina lo que ocurrió a continuación?
La orquesta condujo al clave a través de un mar de sonidos por espacio de un minuto. Hasta que el director dio la orden de alto.
- Monseñor Alcorta, le agradezco. Puede abrir las puertas al público. Señor Hyong… vaya a quitarse esas ropas tan incómodas. Yo mismo voy a tocar el clave en esta obra-. Comenzó a dirigirse hacia el anexo, con el metrónomo en mano. Antes de entrar, sin embargo, se detuvo y dirigió una mirada a la fila de primeros violines.
- Ah… señorita Castillo. Si durante el concierto la orquesta corre, la voy a considerar directamente responsable. Hágame el favor-

Hay dos elementos sonoros que siempre me gustaron, en el ámbito de la música.
Uno es el sonido de la sala de concierto, que lentamente se va llenando del público que entra. De sus sonidos, sus charlas, las risas, etc. El sonido va creciendo como una olla de agua que comienza a hervir.
El otro es la orquesta afinando.
Castillo estaba de pie, afinando su violín mientras uno de los oboes le daba un la perfecto y estable. Luego se dirigió hacia cada una de las filas, compartiendo la nota. Cuando todos hubieron afinado, la orquesta entera se entregó al ordenado caos de instrumentos que daban los últimos toques. Para quien no lo haya oído, quiero que sepa que es algo único.
Permanecimos sentados unos segundos hasta que el público comenzó a aplaudir. Señal de que el director acababa de salir por detrás del altar. La orquesta entera se puso de pie mientras Byron llegaba ante el público, se inclinaba, los miraba un instante y subía a la tarima.
Levantó ambas manos, armado de su batuta. Y atacamos todos como una única persona.
El comienzo fue perfecto. Los primeros compases de la sinfonía invadieron cada rincón de la Catedral. La sensación de comunión era absoluta. Me hubiese gustado poder observar a mis colegas, ver sus rostros, intentar imaginar lo que estaban sintiendo en ese momento, pero la música me tenía atrapado. Mis ojos estaban clavados en la partitura, mientras mis manos se movían sobre el instrumento y mi cuerpo acompañaba cada uno de los vaivenes de la música.
El primer movimiento terminó de forma abrupta y perfecta. Los segundos que siguieron fueron como si la orquesta tomase aliento. Y juntos emprendimos el delicado viaje a través del segundo tiempo. Si antes éramos como un águila que vuela velozmente a través de corrientes cálidas, ahora éramos un pez que se desliza plácidamente en un arroyo.
Y en ese arroyo nos encontrábamos cuando oí el primer insulto.
Levanté la mirada, incrédulo. Seguramente me lo había imaginado. Hubiese sido el colmo.
Pero no, un par de colegas también miraban boquiabiertos al director, mientras seguían tocando. Byron se veía furioso. Y si bien era cierto que los vientos habían tenido una pequeña torpeza, el que aquél hombre nos hubiese insultado en voz alta, delante del público, parecía casi imposible.
La melodía llegó a su fin. Seguía el final de la obra, en el que el arroyo se transformaba en una cascada y la orquesta se deslizaba frenéticamente.
Volvimos a atacar como uno solo, sin embargo el tempo de la pieza se desbocaba un poco. Percibía que la orquesta entera intentaba contener las riendas de aquél caballo frenético, pero la velocidad continuaba a escapársenos de las manos. Y la consecuencia fue inevitable.
- ¡CONMIGO, CRISTO BENDITO!- resonó la voz del director.
Aquello pareció dominar al animal que galopaba, desenfrenado. El final de la sinfonía llegó en paz… y el aplauso fervoroso del público pareció casi una hipocresía. Así como el resto de las obras que interpretamos. Los solistas desfilaban, uno tras otro. La orquesta hacía su trabajo. El público aplaudía, encantado. Pero algo se había roto. Llegamos al final del concierto y las caras de mis colegas delataban un amargo sentimiento de derrota. Nos obligamos a permanecer allí, tanto como los aplausos lo requiriesen. Sabía perfectamente que todos queríamos escapar de la mirada del público. Pero el fervor nos mantenía prisioneros. Cuando la gente se calmó, nos retiramos en silencio.
- Me pareció ver a Silvia y Alizee en una de las primeras filas- me comentó Paulo, mientras nos quitábamos la corbata, acalorados.
- Sinceramente no miré al público- me disculpé. Tras lo cual, mi amigo me palmeó el hombro con gesto comprensivo.
- Era una manera de decir, Martín. Las chicas nos están esperando. Terminá de guardar todo y vamos a cenar. Salgamos de este lugar-

Poco después, me reunía con mis amigos, afuera de la Catedral. Silvia me abrazó alegremente, antes de volver a los brazos de su pareja. Me pregunté cómo habían vivido el concierto, desde su lugar de espectadores. La respuesta llegó inmediatamente:
- Hermoso, chicos- dijo la mujer, mirándonos sonriente – Aunque me parece una verdadera lástima haber visto a un grupo de músicos entrar a escena con tanta emoción… e irse con la cara tan triste-.
Asentí, con una leve sonrisa. Aquella no era, sin duda, la noche que había esperado. Pero me recordé internamente lo que había hablado con Castillo en el bar: lo más importante es la música. Y, si hicimos buena música, nada ni nadie nos puede quitar la satisfacción.
Nos dirigíamos hacia un bar, a unos minutos de la catedral, cuando vi a la muchacha apoyada contra la pared de un negocio. La luz de su teléfono iluminaba las lágrimas que le corrían por las mejillas.
- ¿Me dan un segundo?- me disculpé y, tras asegurarme de que mis amigos entraban al bar, fui directamente hacia ella. Esta vez me iba a escuchar. Quizás no pudiese hacer nada por el sentimiento pesimista que acompañaría a la orquesta durante el resto de aquella noche… pero no iba a permitir que el trabajo y la dedicación de semanas terminasen en lágrimas. No con ella, al menos. Y si era lo único que yo podía hacer al respecto, al menos ya era algo.

Varias horas después entraba a mi departamento. Merlina maulló al verme, contenta. Y yo me senté en el suelo para acariciarla mientras le contaba lo que había ocurrido aquella noche. Me imaginé que, cuando la gata se levantase de mi regazo, iba a encontrar el pantalón de concierto plagado de pelos. Pero en fin… cuando tenés un gato, todo en tu casa se convierte en un gato.
Pasaron así varios minutos de parloteo, mientras el animalito me miraba, hasta que sentí vibrar mi teléfono en el bolsillo. Me parecía raro que alguien mandase un mensaje a esa hora.
La pantalla se iluminó ante mí. Parecía que Castillo había enviado un mensaje al grupo de chat de la orquesta, en donde a menudo compartíamos noticias y horarios de ensayo.
El texto era larguísimo. Pero me bastaron unas primeras líneas para saber que se trataba de una felicitación, plagada de agradecimientos. El concertino de la More Lucky, luego de su primer concierto, dedicaba palabras de aliento a sus músicos.
Me llevó varios minutos leer el texto entero y, cuando hube terminado, volví a releerlo. Los corazones comenzaban a acumularse debajo de este.
“Y para terminar…” (concluía) “…quiero recordarles que el objetivo único de nuestro esfuerzo es la música. Tenemos muchísimo por mejorar, por progresar. Yo misma quisiera haber dado más, en el rol que se me asignó. Sin embargo sé que todos estamos aprendiendo y que esta noche dimos nuestro mayor esfuerzo. El aplauso del público lo demuestra. La música vivió durante una hora entera, en esa catedral. Quiero felicitarlos y recordarles que nadie, nunca, nos debería quitar la satisfacción de haber sido sonido y música durante un momento. Descansen, muchachos. Nos vemos en el siguiente ensayo.”
Sonreí, mientras me levantaba para cambiarme. Esperaba que todos mis colegas compartiesen ese sentimiento.
Dejé la ropa prolijamente doblada sobre una silla y me preparé para ir a la cama. Había sido un día extenuante. Al entrar en mi habitación abrí una de las pequeñas ventanas. Una brisa fresca entró, trayendo los aromas de una noche de verano. Parecía que el calor daba un poco de tregua. Afuera se oían todo tipo de insectos. Las estrellas resplandecían. Todo a mi alrededor respiraba calma.
Me fui a dormir en paz. Aquella noche, nada podía romper el equilibrio de la tranquilidad.
El sobre que no había visto, dentro del buzón de la correspondencia, podía esperar hasta la mañana siguiente. Después de todo, las malas noticias tienen esa característica: pueden esperar, pacientes, hasta el momento perfecto para hacerse presentes.


















Esta foto me gusta porque representa fielmente a cada personaje:
Silvia sonríe algo cohibida, mientras Paulo hace morisquetas a la cámara.
Alizee, ligeramente alejada del grupo, casi hubiese preferido no salir en la foto.
(El grupo, delante de la Catedral)

Comentarios

  1. Querido amigo, debe ser estresante tanta presión en los ensayos.
    Pero eso hace que al final la melodía fluya como música celestial.
    Una experiencia única, para guardar en el alma.
    Lindos los 4 en la foto, me encantó leerte, cada detalle.
    Abrazos y te dejo un besito

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