Capítulo 10 (parte 1): 25 de mayo, 2024.
“La música tiene algo de divino. Es un milagro fabricado en el cielo y desarrollado por los grandes maestros de la antigüedad, en la tierra. Como tal, nuestro deber es honrarla. Ser la mejor versión de nosotros mismos para convertirnos en la chispa que de vida a esa música. Y esto solo se logra con muchísimo trabajo… ¡Pero por sobre todo, Cristo santo, se logra escuchando mis consejos y mis indicaciones! Cada vez que alzo la batuta, quisiera ver el mundo detenerse durante un segundo. Quiero ver músicos despiertos. Alertas. Preparados. Quiero que la energía de esta orquesta penda del impulso de mi batuta. Por algo soy el director, virgen santísima. ¡En lugar de ello, siempre veo alguno con la mente en las nubes! ¡No puede ser que siempre haya alguien que no de la primera nota conmigo! ¡Y no piensen que no me doy cuenta! ¡Sé perfectamente quienes son! No voy a dar nombres, pero esta vieja cabeza recuerda todo. Veo perfectamente quién pone todo de sí para estar a la altura de esta magnifica orquesta y quién, por el contrario, aún hace oídos sordos cada vez que yo hablo. Y ya les digo: Quien no esté dispuesto a dejar el sudor y la sangre aquí, lo mejor es que se levante ahora mismo de la silla y abandone la sala. No pienso perder el tiempo con mediocres. La música no necesita gente así y tampoco yo. Quien no quiera escucharme… quien no esté dispuesto a dejar el alma por la música, con su instrumento en mano, lo mejor es que vaya a trabajar en McDonalds. Allí siempre hace falta algún nuevo músico mediocre. O que vaya a limpiar calles. O peor aún… que tome su pobre instrumento frustrado y vaya a tocar en fiestas de matrimonio por dos monedas. A jugar a la prostituta de la música. Aquí nadie viene a perder su tiempo o el mío. No quiero mercenarios o tristes intentos de músico. Espero que haya quedado claro. Vayan a rogarle a cualquier otro director mediocre, les aseguro que allá afuera abundan. Pero conmigo no. En esta orquesta, conmigo, no.”
Lo que acaban de leer es la trascripción de uno de tantos discursos de Byron. Todos eran así, en realidad. Cualquier cosa podía desencadenarlos, aunque por lo general se debían a cualquier falencia de la orquesta, por mínima que fuese. La política del director era de tolerancia cero. Ni siquiera admitía la posibilidad de alcanzar la perfección a través de los ensayos, no. Pretendía un resultado perfecto a partir del primer encuentro. Aunque, por supuesto, rara vez lo obtenía. Y si bien la orquesta se encontraba formada por grandes profesionales, errar es humano.
Generalmente levantaba su batuta, mirando a la orquesta con gesto inexpresivo, como un verdugo que prepara la guillotina… y tras una fuerte inspiración la descargaba sin piedad. La orquesta entera atacaba a su orden, conteniendo la respiración. Si todo iba bien, continuaba dirigiendo. Si, por el contrario, oía algo que escapaba a su idea de la perfección, se detenía, cerraba los ojos y respiraba profundamente. Puede que entonces diese alguna indicación, opinión o consejo sobre cómo mejorar el resultado. O que simplemente dejase la batuta sobre su atril o descargase un golpe enfurecido con una de sus gigantescas manos (las víctimas solían ser el piano, junto a él o el atril mismo). Tras esto, iniciaba el discurso.
Aquella misma mañana, media hora de las cuatro que duraba el ensayo, había estado dedicada a uno de estos discursos. El rostro del director se deformaba de ira mientras nos contemplaba con una mezcla de frustración y asco. Yo me preguntaba cómo reaccionarían los músicos más jóvenes, aquellos que aún tenían toda una carrera por delante, ante las amenazas de acabar trabajando en un restaurant de comida rápida. Me preocupaba el ver reacciones tan heterogéneas: Algunos músicos lo miraban inexpresivos, con una leve expresión de hastío o aburrimiento, como si estuviesen acostumbrados a esos arranques. Otros, por el contrario, parecían compungidos… incluso preocupados. Casi podía ver la duda creciendo dentro de ellos. Fuese uno a saber cuántas carreras prometedoras se habían torcido por uno de aquellos discursos malintencionados. Fuese de Byron o de cualquier otra persona con un mínimo de autoridad.
En fin… hola. Se que pasaron varios meses desde la última publicación (o incluso más si no contamos los tres cuentos de diciembre) y me disculpo por mi desaparición. Simplemente no tenía mucho para contar. Sin embargo, me gustaría ponernos un poco al día sobre lo acontecido desde las últimas fiestas de navidad. ¿Todo listo? ¡Fuego!
Volví a mi país para pasar las fiestas con mis padres, eso ya lo conté. Y por primera vez en la historia de la ciudad, vivimos un huracán. Creo que nos tomó a todos por sorpresa… la ciudad no estaba preparada para enfrentar un problema de esa magnitud. Gran parte de la periferia quedó destruida sin remedio. Debo admitir que la respuesta de la población fue admirable: No solo se abrieron centros de acogida para las familias damnificadas, si no que muchísimos vecinos de la ciudad pusieron todo cuanto estaba a su disposición para aligerar la carga y dar una mano a quien necesitase cargar celulares o laptops o incluso dejar víveres y medicación dentro de una heladera. Por supuesto que donde hay carroña, abundan los buitres. También hubo muchos comerciantes que empezaron a vender alimentos y velas a sobreprecio. Pero, en fin, no me quiero extender demasiado con una situación que sinceramente preferiría olvidar.
La cuestión es que unas semanas después, volví a Perú. Volví a La Paz. Volví al barrio Ernesto Guevara. Volví a retomar los hilos de una vida que no sentía mía… pero que tampoco me era desconocida (la verdad sea dicha: mi vida en Bahía Blanca tampoco me parecía mía, por momentos).
Merlina había pasado esas semanas en el departamento, con visitas periódicas de Alizee y Rami. Ambas muchachas fueron una gran tranquilidad a la hora de dejar el animalito solo. Me mandaban mensajes casi todos los días, contándome que a la gata nunca le faltaba compañía, que tomaba su medicación regularmente, que se veía tranquila y feliz… y que solían sacarla a caminar junto con Otto. Sí, yo tampoco me lo hubiese creído, hasta que vi las fotos. El perro lanudo y viejo caminando a la par de la gata, mientras se miraban con complicidad. Muy caricaturesco.
Por supuesto que, cuando abrí la puerta del departamento, Merlina me lanzó una mirada de fastidio y volvió a dormirse. Durante un par de semanas apenas si me dedicó un poco de atención, pero pronto se le pasó el enojo y todo volvió a la normalidad. El Ministerio me concedió un par de días luego de mi regreso para readaptarme a mi vida, antes de volver a trabajar. Paulo me visitó esa misma noche, presentándose sin previo aviso con una botella de vino y unas conservas que su madre le había enviado.
Pasamos una noche agradable, mientras él me contaba sobre Lee y Gluck, quienes estaban trabajando durante una temporada en una orquesta del extranjero.
- Y a vos te espera Byron. No te olvides que dentro de un par de días tenemos el primer ensayo de la temporada. ¿Cómo te sentís?-
- Contento. Emocionado. No te hacés una idea de las ganas que tenía de volver a formar parte de una orquesta- repuse yo con la boca medio llena de berenjenas en conserva.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, se oyeron unos golpes suaves en la puerta. Cuando la abrí, me encontré a Alizee, que sonreía cohibida. Me dio la bienvenida en breves palabras, mientras me extendía un paquetito envuelto en papel madera. Observé que había recortado su cabello, que siempre había llevado atado en una larga trenza. Ahora apenas si le acariciaba los hombros.
- ¿No entrás?- pregunté, sin intentar agarrar el paquete. Su evidente embarazo me resultaba divertido.
- ¡Dale, que tengo noticias!- insistió, agitando el paquete ante mí, en un gesto casi aniñado.
Lo tomé, observándolo con curiosidad mientras la muchacha entraba. No tenía ninguna inscripción.
- Es un té que me envió mi madre. Se supone que lo fabrican unos monjes en la zona montañosa del norte del país. Y yo di mi último examen la semana pasada- dijo de un tirón, apoyando las manos sobre el respaldo de una silla.
Parpadee sorprendido.
- Perdón, ¿Qué?-
Por toda respuesta, asintió con la cabeza, mientras la sonrisa se le desparramaba por la cara.
- ¿Sos veterinaria?- pregunté, emocionado. Otro asentimiento.
Casi por instinto dejé el paquete sobre la mesa y me acerqué a Alizee, con los brazos abiertos. La muchacha dio un paso hacia atrás, levantando las manos como si la estuviese por salpicar con algo. Un segundo después, al ver mi cara de alegría, dejó caer los brazos a los costados y compuso una expresión de resignación altruista. Tengo que reconocer que jamás me dieron un abrazo tan torpe. Nunca pensé que existiese tal cosa como la falta de práctica al abrazar… pero en fin. Así son las cosas. Y así es ella.
No pensé que tuviésemos tanto de qué hablar (las charlas profundas y largas siempre eran con Paulo), pero la mañana dio paso al mediodía y a un almuerzo improvisado. El ruido de cubiertos pronto fue reemplazado con el aroma del café recién hecho. Un par de horas después, decidimos probar el té, el cual resultó ser una mezcla de hierbas de un sabor y aroma muy complejos. Para cuando el sol comenzó a bajar, parecíamos haber agotado las noticias y anécdotas. Yo había hablado largo y tendido sobre la experiencia de volver a ver a mi familia y sobre el huracán. Ella se había tomado un par de horas para hablarme del examen y de su carrera en general. El resto del tiempo lo pasamos en medio de una conversación sin rumbo que tomaba y abandonaba tópicos sin detenerse jamás.
Un par de semanas después, yo ya había retomado mi rutina y los días comenzaban a tomar la velocidad característica de una vida ocupada. Me levantaba temprano por la mañana, desayunaba delante de la laptop, me dedicaba a mis asignaciones pendientes del trabajo, almorzaba y pasaba buena parte de la tarde con el violín en la mano, ya fuese estudiando o repasando algún pasaje de orquesta particularmente complejo. Cuando no ensayaba en la More Lucky solía salir a caminar con Merlina o visitar a alguno de los muchachos del barrio.
Sobre los ensayos y nuestro particular director, debo decir que por lo general lograba sobrevivir a sus agresivos discursos con una mezcla de paciencia y resignación. Jamás hubiese podido estar de acuerdo con su forma de ver las cosas, pero sabía que confrontarlo no serviría de nada. Lamentaba, únicamente, ver los rostros de aquellos que sí parecían escucharlo.
A menudo conversaba con Paulo sobre esta situación. Yo no podía entender porqué tantos excelentes músicos continuaban acudiendo, temporada a temporada, a aquella orquesta. El sueldo no estaba mal, pero no era nada del otro mundo.
- ¿Porqué soportan esto?- le pregunté, una tarde de lluvia en la que una inesperada tormenta nos había atrapado en mi departamento.
Paulo masticó lentamente un pedazo de tostada y tragó, mirando al techo. Afuera el agua caía como una cascada.
- ¿Me creerías si te digo que hay quienes creen que el maltrato de este hombre les da status?-
- Sí, la verdad es que te creería cualquier cosa, luego de haber pasado algunos meses ahí- contesté yo.
- No sé de dónde sale la idea de que un maestro o un director que enseña a los gritos, humillando y maltratando, tiene una mayor categoría… o más experiencia. Lo vi en orquestas, en ballets, en academias y conservatorios de todo tipo. A nadie le gusta que lo traten como a un esclavo, pero mas de una vez escuché a algún músico hablar orgullosamente de quién les gritó, como si fuese parte de su curriculum-
- ¿Y entonces es por eso?- pregunté - ¿La More Lucky se nutre de músicos jóvenes que vienen buscando alguien que los pisotee un poco?-
- Bueno… no vienen por eso, exactamente. Pero digamos que tampoco es un motivo para que se vayan. Y, como te digo, para algunos incluso es un plus-
Nos miramos en silencio durante unos segundos. Solo se oía el chaparrón de afuera.
- Vienen buscando experiencia y un sueldo. La mayoría intenta pagarse un alquiler en La Paz. Otros esperan ahorrar lo suficiente para mudarse a donde hayan pastos más verdes. Los que destacan son contactados por orquestas en el extranjero, como es el caso de Lee. Byron proviene de una familia muy bien posicionada y tiene contactos con todo tipo de personas influyentes. Digamos que, para la mayoría de los músicos de la More Lucky, Byron es una escalera a un posible éxito… incluso si esa escalera te lastima las manos, al subir-.
Asentí, mudo. Probablemente yo tampoco fuese muy distinto de aquellos músicos. Era verdad que el sueldo del Ministerio alcanzaba para lo básico, pero los eventuales imprevistos de cada mes requerían de la ayuda de la orquesta. Y luego estaba el vínculo con la música… un hambre que había sentido toda mi vida y que, desde el comienzo de mi viaje, apenas había podido satisfacer.
Y, al igual que había ocurrido durante el mes de la audición, me asaltó la sospecha de que Byron sabía todo esto. Pude verlo claramente como un macabro titiritero, que observaba una orquesta hecha de figuras de cartón, en medio de un teatro de marionetas. Una figura oscura que aprovechaba la necesidad de cada músico para saber de cuál hilo tirar.
Paulo chasqueó los dedos un par de veces, delante de mi cara. Evidentemente me había quedado con la mirada perdida demasiado tiempo. Pero, ¿Cómo podía explicarle aquella extraña sensación de que un director de orquesta había sido parcialmente responsable de un robo, los problemas de salud de mi gata, una bandada de aves negras en torno al barrio y un sinfín de pesadillas y malestares? No, absurdo. Decidí dejarlo estar.
Las semanas pasaron sin mayores sobresaltos. Mientras los ensayos se sucedían, yo había comenzado a prestar más atención a mis colegas. A sus expresiones. A lo que decían cuando charlábamos. Me preguntaba cuál sería el motivo de cada uno de ellos para acudir allí. La heterogeneidad de músicos hacía esta tarea de investigación psico-social mucho más interesante. Los había de todo el mundo, aunque la gran mayoría eran nacidos y criados en La Paz. O en zonas cercanas. Ya mencioné a la muchacha alta, que resultó ser finlandesa, y a nuestro concertino: una chica de japón pequeñísima. No era simplemente de baja estatura, era realmente minúscula, a pesar de ser ya una mujer.
También había un par de muchachos del norte de África, de países cuyo nombre no logro recordar, gente de Francia e Italia, del resto de Sudamérica e incluso un par de argentinos con los que no logré socializar demasiado. Aunque quizás debería aclarar que no tenía contacto con ninguno de los músicos fuera del teatro (con la excepción de Rami y Paulo). Al terminar el ensayo, los transportes se encargaban de dejarnos a cada uno en su zona de residencia. Si no fuese porque quiero evitar la paranoia, diría que aquello también era parte de un plan macabro para mantenernos separados. Pero en fin, charlábamos mucho antes de los ensayos y durante las pausas. Y allí fue que cometí el error de dar mi opinión sobre humanismo y didáctica.
No sabría decir cómo se enteró Byron de mis opiniones sobre su modo de dirigir la orquesta (no me queda otra que pensar que alguien se lo comentó), pero luego de un ensayo lo vi guardar las partituras y meter la batuta en una delicada caja alargada, mientras me miraba fijamente. Yo continué limpiando mi violín, mientras le lanzaba rápidas miradas de reojo. El hombre no parpadeaba. Sentía su mirada sobre mí como una bolsa de arena que se me derramaba encima, aplastándome. Cuando finalmente cerré el estuche de mi instrumento y me incorporé, llevándome la mochila al hombro, me encontré frente a frente con el director. No lograba entender cómo se acercaba sin hacer el menor ruido.
- Jacob- murmuró, taladrándome con la mirada- Conversemos en mi despacho, si usted es tan amable-
Voy a ahorrarle al lector la escena siguiente. Solo voy a decir que lo que comenzó como un murmullo enfurecido sobre el respeto a “mis superiores” fue creciendo en intensidad a lo largo de diez largos segundos hasta convertirse en un monólogo enfurecido a base de gritos y golpes de su enorme puño sobre el escritorio de madera. Todo se resume en “Aquí mando yo y si tiene alguna queja, ya sabe dónde está la puerta. No pienso tolerar que usted haga una campaña barata en mi contra, entre los músicos”.
De nada sirvieron mis intentos de explicarme… o siquiera de tomar la palabra durante un instante. El hombre me dedicó diez minutos de su tiempo y luego simplemente se levantó del escritorio y se dirigió a una ventana, en donde se quedó inmóvil como una estatua de granito. Consideré un buen momento para balbucear una disculpa e irme.
Llegué a casa con una extraña sensación de soledad. No sabría decir porqué, pero supongo que tenía que ver con la sospecha de que alguno de mis colegas (con los que, muy de a poco, empezaba a sentirme cómodo) hubiese ido a hablar con Byron a propósito de mis opiniones. De alguna forma toda la situación me hacía sentir más aislado que nunca. Como si sirviese para confirmar que aún no era parte de aquel grupo. Me sentía más extranjero que nunca.
La sensación me duró durante toda la noche y aún a la mañana siguiente. Mientras desayunaba comencé a maldecir mi mala costumbre de hablar de más y meterme donde no me convenía. ¿Por qué no podía guardarme mi opinión, sencillamente? ¿Es que acaso esperaba convencer a alguno de aquellos músicos de no permitir los abusos del director? Incluso si mis intenciones eran buenas, aquella postura era cuanto menos arrogante: yo no era quien para decirles a aquellas personas cómo deberían comportarse o qué cosas podían, o no, permitir.
Incluso me cuestioné si no estaría perdiendo los reflejos de desconfianza que había adquirido durante los primeros años de mi viaje. ¿No solía ser más precavido? ¿Más reservado? ¿Estaba cometiendo un error al relajarme así delante de otros?
Mas o menos en la peor parte de mi monólogo de reproches contra mí mismo, se oyeron unos golpes en la puerta. Me pareció extraño porque no esperaba visitas aquella mañana. Me pregunté si sería Paulo. ¿Se habrían oído los gritos de Byron desde la sala de ensayo?
Abrí la puerta, mientras bloqueaba el escape de Merlina estirando una pierna. Afuera se encontraba una muchacha joven, de rostro pálido. Llevaba unos gastados pantalones de gimnasia y un pullover con la inscripción de algún club deportivo.
- Buenos días, ¿Muy temprano?- preguntó, mientras yo tomaba a la gata en brazos.
- Depende para qué- sonreí.
- Si, perdón… me llamo Marta. Me dijeron que usted de clases de violín-
Aquello sí que no me lo esperaba.
- Daba clases en La Paz, sí. Pero ya hace algunos años de eso-. Lancé una rápida mirada al interior del departamento. Todo estaba ordenado, por lo que la invité a pasar con un gesto.
- ¿Desayunás, Marta?-. Siempre igual, yo.
- No, gracias. No puedo quedarme mucho. Tengo que trabajar- dijo, sentándose y palmeándose disimuladamente una pierna para llamar a Merlina. Por increíble que parezca, la gata acudió al instante. Se subió de un salto a su regazo y se quedó sentada, mientras la miraba contenta.
- Trabajo en una empresa de materiales para la construcción- dijo la muchacha. Guardé silencio, rogando que la frase no hubiese terminado ahí. Tras un instante, Merlina maulló, como insistiendo para que continuase. O quizás solo quería que la acaricien. De cualquier forma, funcionó. – Un cliente me mencionó su nombre. Gluck, creo que se llama. Viene todos los meses y, charlando, salió el tema del violín. Me acaban de regalar uno por las fiestas y pensé que… bueno, lo mejor sería aprender de alguien en lugar de buscar tutoriales en youtube-
- No podría estar más de acuerdo-, dije jocosamente, mientras miraba a Merlina. “Gracias, Gluck.”, agregué internamente.
- Entonces, ¿Puede enseñarme? ¿Tendré talento?- preguntó, ansiosamente.
- Si, claro que puedo. Y por el talento, no te preocupes. Nadie sabe qué significa esa palabra, realmente, pero te aseguro que jamás conocí a alguien que no pudiese tocar un instrumento-.
La chica no parecía conforme con esa última respuesta. La observé mientras torcía la boca, en un gesto poco convencido. Llevaba el pelo oscuro muy corto, aunque me pareció adivinar una hebilla celeste que asomaba entre los mechones.
La conversación entera no duró más que diez o quince minutos. Tras ponernos de acuerdo en un precio inicial y en un horario para la semana siguiente, Marta le dio un par de golpecitos suaves en la nariz a Merlina y la dejó en el suelo. Se despidió rápidamente y salió por la puerta, sin esperar a que yo la abriese para ella.
Mientras lavaba la taza del desayuno y me sentaba a trabajar, experimenté una sensación satisfactoria en el pecho. Parecía que, poco a poco, la situación económica empezaba a mejorar. Quizá el boca a boca estuviese empezando a funcionar y esa fuera la primera de varios alumnos. En un arranque de optimismo incluso fantaseé con la idea de mudarme de nuevo a La Paz o a otra ciudad… o incluso a otro país. Luego de unos segundos, pensando en la posibilidad de volver a viajar, me detuve. Un ligero sentimiento de vacío se había colado entre toda la emoción.
Miré por la ventana, desde la cual se entreveía parte del cobertizo, con el caballo que pastaba delante. El cúmulo de sensaciones fue raro, una mezcla de emoción por el futuro y nostalgia de un presente que no quería perder. Me pregunté qué sentimientos me ligaban a aquél barrio… o al grupo de personas que habían pasado a constituir mi día a día.
Las clases con Marta empezaron sin demora y la chica pronto demostró una temprana habilidad para el violín. Incluso desde su total desconocimiento del instrumento, parecía intuir las habilidades básicas y su cuerpo se adaptaba automáticamente a cada nuevo ejercicio técnico. En unas pocas clases ya estaba tocando melodías sencillas, aunque de una complejidad técnica que a mí (según recordaba) me había llevado casi un año dominar.
Me sorprendió gratamente enterarme de que era una apasionada de la música clásica. Incluso parecía poseer un mundo musical interno mucho más amplio que el de muchos músicos de profesión. Pronto nos encontramos recomendándonos obras y comparando los ejercicios que yo proponía con ejemplos reales de autores antiguos. Las clases eran un momento muy interesante en mi semana… y debo decir que a menudo sentía aprender más de ella que ella de mí. Le envidiaba, eso sí, el hecho de haberse desarrollado en un ambiente lleno de orquestas (ya fuese música en vivo, siendo que sus padres la llevaban al teatro desde muy pequeña, como en grabaciones que parecían haberla acompañado desde sus primeros años) y su enorme facilidad para desarrollarse como instrumentista. Casi me parecía recordar lo que me había dicho un viejo maestro de Venezuela, luego de una clase larguísima: “Sin duda tu punto fuerte es la tenacidad y la disciplina. Noto que el progreso te supone mucho más esfuerzo que a tus compañeros… lo que ellos logran en un día de trabajo, a vos te lleva dos o tres. Pero tenés que estar contento, esa lucha constante te enseñó a esforzarte por cada logro”.
Sí, es una situación con la que aprendí a lidiar. No me considero un músico talentoso. Todo lo que conseguí fue fruto del esfuerzo y (muchas veces) la testarudez. Sin embargo es la realidad con la que aprendí a lidiar… y acá estoy, a fin de cuentas. Sigo en carrera.
Y ahora se me presentaba la posibilidad de educar a un músico que demostraba facilidad e interés. En aquellas clases se conjugaban las habilidades técnicas que había adquirido con años y años de esfuerzo con la labor didáctica que había aprendido de forma natural e intuitiva. Marta había elegido estudiar con un hombre al que enseñar le resultaba tan natural y agradable como caminar o respirar. Y me prometí poner todo de mí por llevarla a buen puerto.
Mientras tanto los ensayos se sucedían. Luego de una tarde particularmente fatigosa, Byron nos anunció que una influyente figura del clero de Perú había invitado a la orquesta a tocar en la Catedral de San Francisco.
Alcé la vista, con una sensación de emoción y nervios en el estómago. Esto tenía que contárselo a mi padre. Mientras fantaseaba con la llamada telefónica que tendríamos ni bien llegase al departamento, oía que el director nos daba las fechas de los conciertos. El de la Catedral sería a fines de junio, tras el cual se sucederían otros en septiembre y octubre, en algunas iglesias menores. Las audiciones iban a realizarse la semana siguiente y se preveía un total reordenamiento de la orquesta.
“Espero compromiso de parte de todos. Pero no necesito decir que también espero tenacidad y voluntad para el progreso. Quien quiera permanecer en la orquesta para los conciertos de aquí a fin de año, deberá audicionar. Eso incluye a todos. Aquí no hay puestos asegurados o definitivos. Para los violines, sepan que su desempeño en la audición dictaminará la silla que ocuparán durante el resto del año… así como la posibilidad de integrar la fila de primeros violines o incluso (paseó la mirada entre los músicos) el puesto de concertino.”
Mientras salía de la sala de ensayo, mi cabeza era un torbellino. Jamás, en mi país de origen, había ocupado el puesto de concertino (conocido, para quien no lo sepa, como “la mano derecha del director”), pero aquella oportunidad me parecía tan buena como cualquier otra. Me plantee seriamente lograrlo… y no solo eso, me moría por ocupar ese puesto para el concierto de la catedral.
Un par de horas después, dejaba el teléfono sobre la mesa, tras comunicar las buenas noticias a mi padre. Quizá sea necesario explicar que mis padres se conocieron en un grupo de jóvenes cristianos. El detalle de que mi padre, con el correr de los años, se apartara de la iglesia al punto de declararse agnóstico no impidió que continuase profesando un profundo cariño por la historia de San Francisco de Asís, de quien siempre fue muy devoto. Probablemente este santo fuese la última conexión que mantenía con su fe perdida, la cual decidió homenajear llamándome “Francisco”, como segundo nombre. La posibilidad de tocar en una catedral dedicada a esta figura, nos llenaba a ambos de emoción.
Tenía que lograrlo. Tenía que conseguir ese puesto.
Sabía, también, que aquella maniobra del director no buscaba solo despertar el potencial de toda la orquesta. Pretendía sacar los mejores resultados de cada uno de nosotros explotando nuestro hambre de éxito… pero aquello también incluía la realidad de que las audiciones eran una competición entre colegas. Una lucha interna por un puesto que, sabía, todos ansiábamos.
Lo que acaban de leer es la trascripción de uno de tantos discursos de Byron. Todos eran así, en realidad. Cualquier cosa podía desencadenarlos, aunque por lo general se debían a cualquier falencia de la orquesta, por mínima que fuese. La política del director era de tolerancia cero. Ni siquiera admitía la posibilidad de alcanzar la perfección a través de los ensayos, no. Pretendía un resultado perfecto a partir del primer encuentro. Aunque, por supuesto, rara vez lo obtenía. Y si bien la orquesta se encontraba formada por grandes profesionales, errar es humano.
Generalmente levantaba su batuta, mirando a la orquesta con gesto inexpresivo, como un verdugo que prepara la guillotina… y tras una fuerte inspiración la descargaba sin piedad. La orquesta entera atacaba a su orden, conteniendo la respiración. Si todo iba bien, continuaba dirigiendo. Si, por el contrario, oía algo que escapaba a su idea de la perfección, se detenía, cerraba los ojos y respiraba profundamente. Puede que entonces diese alguna indicación, opinión o consejo sobre cómo mejorar el resultado. O que simplemente dejase la batuta sobre su atril o descargase un golpe enfurecido con una de sus gigantescas manos (las víctimas solían ser el piano, junto a él o el atril mismo). Tras esto, iniciaba el discurso.
Aquella misma mañana, media hora de las cuatro que duraba el ensayo, había estado dedicada a uno de estos discursos. El rostro del director se deformaba de ira mientras nos contemplaba con una mezcla de frustración y asco. Yo me preguntaba cómo reaccionarían los músicos más jóvenes, aquellos que aún tenían toda una carrera por delante, ante las amenazas de acabar trabajando en un restaurant de comida rápida. Me preocupaba el ver reacciones tan heterogéneas: Algunos músicos lo miraban inexpresivos, con una leve expresión de hastío o aburrimiento, como si estuviesen acostumbrados a esos arranques. Otros, por el contrario, parecían compungidos… incluso preocupados. Casi podía ver la duda creciendo dentro de ellos. Fuese uno a saber cuántas carreras prometedoras se habían torcido por uno de aquellos discursos malintencionados. Fuese de Byron o de cualquier otra persona con un mínimo de autoridad.
En fin… hola. Se que pasaron varios meses desde la última publicación (o incluso más si no contamos los tres cuentos de diciembre) y me disculpo por mi desaparición. Simplemente no tenía mucho para contar. Sin embargo, me gustaría ponernos un poco al día sobre lo acontecido desde las últimas fiestas de navidad. ¿Todo listo? ¡Fuego!
Volví a mi país para pasar las fiestas con mis padres, eso ya lo conté. Y por primera vez en la historia de la ciudad, vivimos un huracán. Creo que nos tomó a todos por sorpresa… la ciudad no estaba preparada para enfrentar un problema de esa magnitud. Gran parte de la periferia quedó destruida sin remedio. Debo admitir que la respuesta de la población fue admirable: No solo se abrieron centros de acogida para las familias damnificadas, si no que muchísimos vecinos de la ciudad pusieron todo cuanto estaba a su disposición para aligerar la carga y dar una mano a quien necesitase cargar celulares o laptops o incluso dejar víveres y medicación dentro de una heladera. Por supuesto que donde hay carroña, abundan los buitres. También hubo muchos comerciantes que empezaron a vender alimentos y velas a sobreprecio. Pero, en fin, no me quiero extender demasiado con una situación que sinceramente preferiría olvidar.
La cuestión es que unas semanas después, volví a Perú. Volví a La Paz. Volví al barrio Ernesto Guevara. Volví a retomar los hilos de una vida que no sentía mía… pero que tampoco me era desconocida (la verdad sea dicha: mi vida en Bahía Blanca tampoco me parecía mía, por momentos).
Merlina había pasado esas semanas en el departamento, con visitas periódicas de Alizee y Rami. Ambas muchachas fueron una gran tranquilidad a la hora de dejar el animalito solo. Me mandaban mensajes casi todos los días, contándome que a la gata nunca le faltaba compañía, que tomaba su medicación regularmente, que se veía tranquila y feliz… y que solían sacarla a caminar junto con Otto. Sí, yo tampoco me lo hubiese creído, hasta que vi las fotos. El perro lanudo y viejo caminando a la par de la gata, mientras se miraban con complicidad. Muy caricaturesco.
Por supuesto que, cuando abrí la puerta del departamento, Merlina me lanzó una mirada de fastidio y volvió a dormirse. Durante un par de semanas apenas si me dedicó un poco de atención, pero pronto se le pasó el enojo y todo volvió a la normalidad. El Ministerio me concedió un par de días luego de mi regreso para readaptarme a mi vida, antes de volver a trabajar. Paulo me visitó esa misma noche, presentándose sin previo aviso con una botella de vino y unas conservas que su madre le había enviado.
Pasamos una noche agradable, mientras él me contaba sobre Lee y Gluck, quienes estaban trabajando durante una temporada en una orquesta del extranjero.
- Y a vos te espera Byron. No te olvides que dentro de un par de días tenemos el primer ensayo de la temporada. ¿Cómo te sentís?-
- Contento. Emocionado. No te hacés una idea de las ganas que tenía de volver a formar parte de una orquesta- repuse yo con la boca medio llena de berenjenas en conserva.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, se oyeron unos golpes suaves en la puerta. Cuando la abrí, me encontré a Alizee, que sonreía cohibida. Me dio la bienvenida en breves palabras, mientras me extendía un paquetito envuelto en papel madera. Observé que había recortado su cabello, que siempre había llevado atado en una larga trenza. Ahora apenas si le acariciaba los hombros.
- ¿No entrás?- pregunté, sin intentar agarrar el paquete. Su evidente embarazo me resultaba divertido.
- ¡Dale, que tengo noticias!- insistió, agitando el paquete ante mí, en un gesto casi aniñado.
Lo tomé, observándolo con curiosidad mientras la muchacha entraba. No tenía ninguna inscripción.
- Es un té que me envió mi madre. Se supone que lo fabrican unos monjes en la zona montañosa del norte del país. Y yo di mi último examen la semana pasada- dijo de un tirón, apoyando las manos sobre el respaldo de una silla.
Parpadee sorprendido.
- Perdón, ¿Qué?-
Por toda respuesta, asintió con la cabeza, mientras la sonrisa se le desparramaba por la cara.
- ¿Sos veterinaria?- pregunté, emocionado. Otro asentimiento.
Casi por instinto dejé el paquete sobre la mesa y me acerqué a Alizee, con los brazos abiertos. La muchacha dio un paso hacia atrás, levantando las manos como si la estuviese por salpicar con algo. Un segundo después, al ver mi cara de alegría, dejó caer los brazos a los costados y compuso una expresión de resignación altruista. Tengo que reconocer que jamás me dieron un abrazo tan torpe. Nunca pensé que existiese tal cosa como la falta de práctica al abrazar… pero en fin. Así son las cosas. Y así es ella.
No pensé que tuviésemos tanto de qué hablar (las charlas profundas y largas siempre eran con Paulo), pero la mañana dio paso al mediodía y a un almuerzo improvisado. El ruido de cubiertos pronto fue reemplazado con el aroma del café recién hecho. Un par de horas después, decidimos probar el té, el cual resultó ser una mezcla de hierbas de un sabor y aroma muy complejos. Para cuando el sol comenzó a bajar, parecíamos haber agotado las noticias y anécdotas. Yo había hablado largo y tendido sobre la experiencia de volver a ver a mi familia y sobre el huracán. Ella se había tomado un par de horas para hablarme del examen y de su carrera en general. El resto del tiempo lo pasamos en medio de una conversación sin rumbo que tomaba y abandonaba tópicos sin detenerse jamás.
Un par de semanas después, yo ya había retomado mi rutina y los días comenzaban a tomar la velocidad característica de una vida ocupada. Me levantaba temprano por la mañana, desayunaba delante de la laptop, me dedicaba a mis asignaciones pendientes del trabajo, almorzaba y pasaba buena parte de la tarde con el violín en la mano, ya fuese estudiando o repasando algún pasaje de orquesta particularmente complejo. Cuando no ensayaba en la More Lucky solía salir a caminar con Merlina o visitar a alguno de los muchachos del barrio.
Sobre los ensayos y nuestro particular director, debo decir que por lo general lograba sobrevivir a sus agresivos discursos con una mezcla de paciencia y resignación. Jamás hubiese podido estar de acuerdo con su forma de ver las cosas, pero sabía que confrontarlo no serviría de nada. Lamentaba, únicamente, ver los rostros de aquellos que sí parecían escucharlo.
A menudo conversaba con Paulo sobre esta situación. Yo no podía entender porqué tantos excelentes músicos continuaban acudiendo, temporada a temporada, a aquella orquesta. El sueldo no estaba mal, pero no era nada del otro mundo.
- ¿Porqué soportan esto?- le pregunté, una tarde de lluvia en la que una inesperada tormenta nos había atrapado en mi departamento.
Paulo masticó lentamente un pedazo de tostada y tragó, mirando al techo. Afuera el agua caía como una cascada.
- ¿Me creerías si te digo que hay quienes creen que el maltrato de este hombre les da status?-
- Sí, la verdad es que te creería cualquier cosa, luego de haber pasado algunos meses ahí- contesté yo.
- No sé de dónde sale la idea de que un maestro o un director que enseña a los gritos, humillando y maltratando, tiene una mayor categoría… o más experiencia. Lo vi en orquestas, en ballets, en academias y conservatorios de todo tipo. A nadie le gusta que lo traten como a un esclavo, pero mas de una vez escuché a algún músico hablar orgullosamente de quién les gritó, como si fuese parte de su curriculum-
- ¿Y entonces es por eso?- pregunté - ¿La More Lucky se nutre de músicos jóvenes que vienen buscando alguien que los pisotee un poco?-
- Bueno… no vienen por eso, exactamente. Pero digamos que tampoco es un motivo para que se vayan. Y, como te digo, para algunos incluso es un plus-
Nos miramos en silencio durante unos segundos. Solo se oía el chaparrón de afuera.
- Vienen buscando experiencia y un sueldo. La mayoría intenta pagarse un alquiler en La Paz. Otros esperan ahorrar lo suficiente para mudarse a donde hayan pastos más verdes. Los que destacan son contactados por orquestas en el extranjero, como es el caso de Lee. Byron proviene de una familia muy bien posicionada y tiene contactos con todo tipo de personas influyentes. Digamos que, para la mayoría de los músicos de la More Lucky, Byron es una escalera a un posible éxito… incluso si esa escalera te lastima las manos, al subir-.
Asentí, mudo. Probablemente yo tampoco fuese muy distinto de aquellos músicos. Era verdad que el sueldo del Ministerio alcanzaba para lo básico, pero los eventuales imprevistos de cada mes requerían de la ayuda de la orquesta. Y luego estaba el vínculo con la música… un hambre que había sentido toda mi vida y que, desde el comienzo de mi viaje, apenas había podido satisfacer.
Y, al igual que había ocurrido durante el mes de la audición, me asaltó la sospecha de que Byron sabía todo esto. Pude verlo claramente como un macabro titiritero, que observaba una orquesta hecha de figuras de cartón, en medio de un teatro de marionetas. Una figura oscura que aprovechaba la necesidad de cada músico para saber de cuál hilo tirar.
Paulo chasqueó los dedos un par de veces, delante de mi cara. Evidentemente me había quedado con la mirada perdida demasiado tiempo. Pero, ¿Cómo podía explicarle aquella extraña sensación de que un director de orquesta había sido parcialmente responsable de un robo, los problemas de salud de mi gata, una bandada de aves negras en torno al barrio y un sinfín de pesadillas y malestares? No, absurdo. Decidí dejarlo estar.
Las semanas pasaron sin mayores sobresaltos. Mientras los ensayos se sucedían, yo había comenzado a prestar más atención a mis colegas. A sus expresiones. A lo que decían cuando charlábamos. Me preguntaba cuál sería el motivo de cada uno de ellos para acudir allí. La heterogeneidad de músicos hacía esta tarea de investigación psico-social mucho más interesante. Los había de todo el mundo, aunque la gran mayoría eran nacidos y criados en La Paz. O en zonas cercanas. Ya mencioné a la muchacha alta, que resultó ser finlandesa, y a nuestro concertino: una chica de japón pequeñísima. No era simplemente de baja estatura, era realmente minúscula, a pesar de ser ya una mujer.
También había un par de muchachos del norte de África, de países cuyo nombre no logro recordar, gente de Francia e Italia, del resto de Sudamérica e incluso un par de argentinos con los que no logré socializar demasiado. Aunque quizás debería aclarar que no tenía contacto con ninguno de los músicos fuera del teatro (con la excepción de Rami y Paulo). Al terminar el ensayo, los transportes se encargaban de dejarnos a cada uno en su zona de residencia. Si no fuese porque quiero evitar la paranoia, diría que aquello también era parte de un plan macabro para mantenernos separados. Pero en fin, charlábamos mucho antes de los ensayos y durante las pausas. Y allí fue que cometí el error de dar mi opinión sobre humanismo y didáctica.
No sabría decir cómo se enteró Byron de mis opiniones sobre su modo de dirigir la orquesta (no me queda otra que pensar que alguien se lo comentó), pero luego de un ensayo lo vi guardar las partituras y meter la batuta en una delicada caja alargada, mientras me miraba fijamente. Yo continué limpiando mi violín, mientras le lanzaba rápidas miradas de reojo. El hombre no parpadeaba. Sentía su mirada sobre mí como una bolsa de arena que se me derramaba encima, aplastándome. Cuando finalmente cerré el estuche de mi instrumento y me incorporé, llevándome la mochila al hombro, me encontré frente a frente con el director. No lograba entender cómo se acercaba sin hacer el menor ruido.
- Jacob- murmuró, taladrándome con la mirada- Conversemos en mi despacho, si usted es tan amable-
Voy a ahorrarle al lector la escena siguiente. Solo voy a decir que lo que comenzó como un murmullo enfurecido sobre el respeto a “mis superiores” fue creciendo en intensidad a lo largo de diez largos segundos hasta convertirse en un monólogo enfurecido a base de gritos y golpes de su enorme puño sobre el escritorio de madera. Todo se resume en “Aquí mando yo y si tiene alguna queja, ya sabe dónde está la puerta. No pienso tolerar que usted haga una campaña barata en mi contra, entre los músicos”.
De nada sirvieron mis intentos de explicarme… o siquiera de tomar la palabra durante un instante. El hombre me dedicó diez minutos de su tiempo y luego simplemente se levantó del escritorio y se dirigió a una ventana, en donde se quedó inmóvil como una estatua de granito. Consideré un buen momento para balbucear una disculpa e irme.
Llegué a casa con una extraña sensación de soledad. No sabría decir porqué, pero supongo que tenía que ver con la sospecha de que alguno de mis colegas (con los que, muy de a poco, empezaba a sentirme cómodo) hubiese ido a hablar con Byron a propósito de mis opiniones. De alguna forma toda la situación me hacía sentir más aislado que nunca. Como si sirviese para confirmar que aún no era parte de aquel grupo. Me sentía más extranjero que nunca.
La sensación me duró durante toda la noche y aún a la mañana siguiente. Mientras desayunaba comencé a maldecir mi mala costumbre de hablar de más y meterme donde no me convenía. ¿Por qué no podía guardarme mi opinión, sencillamente? ¿Es que acaso esperaba convencer a alguno de aquellos músicos de no permitir los abusos del director? Incluso si mis intenciones eran buenas, aquella postura era cuanto menos arrogante: yo no era quien para decirles a aquellas personas cómo deberían comportarse o qué cosas podían, o no, permitir.
Incluso me cuestioné si no estaría perdiendo los reflejos de desconfianza que había adquirido durante los primeros años de mi viaje. ¿No solía ser más precavido? ¿Más reservado? ¿Estaba cometiendo un error al relajarme así delante de otros?
Mas o menos en la peor parte de mi monólogo de reproches contra mí mismo, se oyeron unos golpes en la puerta. Me pareció extraño porque no esperaba visitas aquella mañana. Me pregunté si sería Paulo. ¿Se habrían oído los gritos de Byron desde la sala de ensayo?
Abrí la puerta, mientras bloqueaba el escape de Merlina estirando una pierna. Afuera se encontraba una muchacha joven, de rostro pálido. Llevaba unos gastados pantalones de gimnasia y un pullover con la inscripción de algún club deportivo.
- Buenos días, ¿Muy temprano?- preguntó, mientras yo tomaba a la gata en brazos.
- Depende para qué- sonreí.
- Si, perdón… me llamo Marta. Me dijeron que usted de clases de violín-
Aquello sí que no me lo esperaba.
- Daba clases en La Paz, sí. Pero ya hace algunos años de eso-. Lancé una rápida mirada al interior del departamento. Todo estaba ordenado, por lo que la invité a pasar con un gesto.
- ¿Desayunás, Marta?-. Siempre igual, yo.
- No, gracias. No puedo quedarme mucho. Tengo que trabajar- dijo, sentándose y palmeándose disimuladamente una pierna para llamar a Merlina. Por increíble que parezca, la gata acudió al instante. Se subió de un salto a su regazo y se quedó sentada, mientras la miraba contenta.
- Trabajo en una empresa de materiales para la construcción- dijo la muchacha. Guardé silencio, rogando que la frase no hubiese terminado ahí. Tras un instante, Merlina maulló, como insistiendo para que continuase. O quizás solo quería que la acaricien. De cualquier forma, funcionó. – Un cliente me mencionó su nombre. Gluck, creo que se llama. Viene todos los meses y, charlando, salió el tema del violín. Me acaban de regalar uno por las fiestas y pensé que… bueno, lo mejor sería aprender de alguien en lugar de buscar tutoriales en youtube-
- No podría estar más de acuerdo-, dije jocosamente, mientras miraba a Merlina. “Gracias, Gluck.”, agregué internamente.
- Entonces, ¿Puede enseñarme? ¿Tendré talento?- preguntó, ansiosamente.
- Si, claro que puedo. Y por el talento, no te preocupes. Nadie sabe qué significa esa palabra, realmente, pero te aseguro que jamás conocí a alguien que no pudiese tocar un instrumento-.
La chica no parecía conforme con esa última respuesta. La observé mientras torcía la boca, en un gesto poco convencido. Llevaba el pelo oscuro muy corto, aunque me pareció adivinar una hebilla celeste que asomaba entre los mechones.
La conversación entera no duró más que diez o quince minutos. Tras ponernos de acuerdo en un precio inicial y en un horario para la semana siguiente, Marta le dio un par de golpecitos suaves en la nariz a Merlina y la dejó en el suelo. Se despidió rápidamente y salió por la puerta, sin esperar a que yo la abriese para ella.
Mientras lavaba la taza del desayuno y me sentaba a trabajar, experimenté una sensación satisfactoria en el pecho. Parecía que, poco a poco, la situación económica empezaba a mejorar. Quizá el boca a boca estuviese empezando a funcionar y esa fuera la primera de varios alumnos. En un arranque de optimismo incluso fantaseé con la idea de mudarme de nuevo a La Paz o a otra ciudad… o incluso a otro país. Luego de unos segundos, pensando en la posibilidad de volver a viajar, me detuve. Un ligero sentimiento de vacío se había colado entre toda la emoción.
Miré por la ventana, desde la cual se entreveía parte del cobertizo, con el caballo que pastaba delante. El cúmulo de sensaciones fue raro, una mezcla de emoción por el futuro y nostalgia de un presente que no quería perder. Me pregunté qué sentimientos me ligaban a aquél barrio… o al grupo de personas que habían pasado a constituir mi día a día.
Las clases con Marta empezaron sin demora y la chica pronto demostró una temprana habilidad para el violín. Incluso desde su total desconocimiento del instrumento, parecía intuir las habilidades básicas y su cuerpo se adaptaba automáticamente a cada nuevo ejercicio técnico. En unas pocas clases ya estaba tocando melodías sencillas, aunque de una complejidad técnica que a mí (según recordaba) me había llevado casi un año dominar.
Me sorprendió gratamente enterarme de que era una apasionada de la música clásica. Incluso parecía poseer un mundo musical interno mucho más amplio que el de muchos músicos de profesión. Pronto nos encontramos recomendándonos obras y comparando los ejercicios que yo proponía con ejemplos reales de autores antiguos. Las clases eran un momento muy interesante en mi semana… y debo decir que a menudo sentía aprender más de ella que ella de mí. Le envidiaba, eso sí, el hecho de haberse desarrollado en un ambiente lleno de orquestas (ya fuese música en vivo, siendo que sus padres la llevaban al teatro desde muy pequeña, como en grabaciones que parecían haberla acompañado desde sus primeros años) y su enorme facilidad para desarrollarse como instrumentista. Casi me parecía recordar lo que me había dicho un viejo maestro de Venezuela, luego de una clase larguísima: “Sin duda tu punto fuerte es la tenacidad y la disciplina. Noto que el progreso te supone mucho más esfuerzo que a tus compañeros… lo que ellos logran en un día de trabajo, a vos te lleva dos o tres. Pero tenés que estar contento, esa lucha constante te enseñó a esforzarte por cada logro”.
Sí, es una situación con la que aprendí a lidiar. No me considero un músico talentoso. Todo lo que conseguí fue fruto del esfuerzo y (muchas veces) la testarudez. Sin embargo es la realidad con la que aprendí a lidiar… y acá estoy, a fin de cuentas. Sigo en carrera.
Y ahora se me presentaba la posibilidad de educar a un músico que demostraba facilidad e interés. En aquellas clases se conjugaban las habilidades técnicas que había adquirido con años y años de esfuerzo con la labor didáctica que había aprendido de forma natural e intuitiva. Marta había elegido estudiar con un hombre al que enseñar le resultaba tan natural y agradable como caminar o respirar. Y me prometí poner todo de mí por llevarla a buen puerto.
Mientras tanto los ensayos se sucedían. Luego de una tarde particularmente fatigosa, Byron nos anunció que una influyente figura del clero de Perú había invitado a la orquesta a tocar en la Catedral de San Francisco.
Alcé la vista, con una sensación de emoción y nervios en el estómago. Esto tenía que contárselo a mi padre. Mientras fantaseaba con la llamada telefónica que tendríamos ni bien llegase al departamento, oía que el director nos daba las fechas de los conciertos. El de la Catedral sería a fines de junio, tras el cual se sucederían otros en septiembre y octubre, en algunas iglesias menores. Las audiciones iban a realizarse la semana siguiente y se preveía un total reordenamiento de la orquesta.
“Espero compromiso de parte de todos. Pero no necesito decir que también espero tenacidad y voluntad para el progreso. Quien quiera permanecer en la orquesta para los conciertos de aquí a fin de año, deberá audicionar. Eso incluye a todos. Aquí no hay puestos asegurados o definitivos. Para los violines, sepan que su desempeño en la audición dictaminará la silla que ocuparán durante el resto del año… así como la posibilidad de integrar la fila de primeros violines o incluso (paseó la mirada entre los músicos) el puesto de concertino.”
Mientras salía de la sala de ensayo, mi cabeza era un torbellino. Jamás, en mi país de origen, había ocupado el puesto de concertino (conocido, para quien no lo sepa, como “la mano derecha del director”), pero aquella oportunidad me parecía tan buena como cualquier otra. Me plantee seriamente lograrlo… y no solo eso, me moría por ocupar ese puesto para el concierto de la catedral.
Un par de horas después, dejaba el teléfono sobre la mesa, tras comunicar las buenas noticias a mi padre. Quizá sea necesario explicar que mis padres se conocieron en un grupo de jóvenes cristianos. El detalle de que mi padre, con el correr de los años, se apartara de la iglesia al punto de declararse agnóstico no impidió que continuase profesando un profundo cariño por la historia de San Francisco de Asís, de quien siempre fue muy devoto. Probablemente este santo fuese la última conexión que mantenía con su fe perdida, la cual decidió homenajear llamándome “Francisco”, como segundo nombre. La posibilidad de tocar en una catedral dedicada a esta figura, nos llenaba a ambos de emoción.
Tenía que lograrlo. Tenía que conseguir ese puesto.
Sabía, también, que aquella maniobra del director no buscaba solo despertar el potencial de toda la orquesta. Pretendía sacar los mejores resultados de cada uno de nosotros explotando nuestro hambre de éxito… pero aquello también incluía la realidad de que las audiciones eran una competición entre colegas. Una lucha interna por un puesto que, sabía, todos ansiábamos.
Hola, ya veo que todo lo que has tardado en escribir lo has hecho de tirón jajajá.
ResponderEliminarMuchas cosas te han pasado y aventuras que has vivido y reencuentros, eso está bien.
Ahora hay algo que comparto y es que un buen maestro no es el que chilla más, sino el que se acerca a su alumno y se pone al mismo nivel. Un saludo, y a seguir con tus aventuras y música.
Siempre es un enorme placer encontrar tus comentarios a mis desventuras, Campirela :)
EliminarSi, coincido con vos. La docencia tiene que construir y nutrir, incluso a partir de lo que ya está ahí. Cualquier cosa que se acerque a la destrucción de lo que ya había para construir desde 0, tiene mi completa antipatía.
Un saludo!
Volvé. Acá hay nido y abrazos y 1/4 kg de helado, siempre. Lo que sigue a esto te lo digo por Whatsapp.
ResponderEliminarGracias por escribirme
EliminarPor conocerte
Por entender
tu sensibilidad
Un placer gente como vos que escribre tan bello
Una grata sorpresa, tu mensaje por Whatsapp, Anónimo.
EliminarLa promesa de helado es tentadora y el abrazo te pido que me lo guardes hasta la próxima vez que nos encontremos.
querido Martin
ResponderEliminarEl exilio es la separación de una persona de la tierra donde vive. En este sentido, todos los refugiados y desplazados viven en el exilio hasta regresar a sus hogares. Otra acepción hace que este término se haya utilizado, sobre todo, para la expatriación por motivos políticos. Placer que estas por ahí
Gracias por tu comentario!
EliminarSin duda, coincido con vos. Y querría agregar que, en el exilio, uno lleva su hogar dentro suyo.
Grato leerlo de nuevo, a través de estos textos fragmentados que siento con ese espíritu del tiempo y silencios de la obra de Proust. Sin embargo es ese Barrio, Ernesto Guevara, el que protagoniza estos textos fragmentados de una gran novela. El protagonista ha vuelto a sentir la neurosis del director de orquesta Byron, y la indisposición con él, pero la fortuna de una alumna, Marta que deja como hilo para un nuevo capítulo. Un abrazo. Carlos
ResponderEliminarMe encanta que tus comentarios traigan siempre una referencia o recomendación a otro autor, Carlos. Los voy anotando todos y, eventualmente, leyéndolos. Mi vida de exiliado desaconseja la acumulación de libros (debería poder llevar siempre todo en una simple valija), pero hace un tiempo adquirí un Kindle del que me terminé enamorando.
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