Cuentos de Navidad - Uno: La tormenta.

En una ciudad de Argentina, a pocos días de Navidad…



Doña Carmen volvió a levantarse de la cama. Son las tres de la tarde de un domingo y el calor le resultaba agobiante. Por primera vez en toda su vida, no siente el cosquilleo en la panza que disfruta desde niña cada vez que se acercan las fiestas.
El quejido de los resortes del colchón la acompañó mientras intentaba poner de pie. A sus 70 y pico años, siente que cada mes que pasa le quita otro poco de agilidad. Se dirigió hacia la cocina, arrastrando los pies y mientras volvía a poner la pava para hacerse un mate, miró por la ventana. Con una sensación extraña de congoja y agradecimiento, dejó escapar un suspiro. Congoja por la desgracia, obviamente, y agradecimiento porque su pequeña casa, hecha con madera y chapas, curiosamente no había sufrido daños. Afuera, el paisaje era desolador: la villa parecía una nación en guerra. Sus vecinos estaban en la calle, con gestos que iban desde la impotencia hasta la desazón. Sus emociones parecían traducirse en sus manos. Algunos las tenían apoyadas sobre la cintura, otros detrás del cuello y un par sobre la cabeza. Algunos conversaban entre sí, pero la mayoría parecía demasiado anonadado como para intercambiar impresiones. A su alrededor se veían los destrozos de la noche anterior. Decían que había sido un huracán, aunque a Doña Carmen le costaba creerlo. Sin embargo, los árboles arrancados de raíz y las casas destrozadas parecían reforzar la teoría.
Doña Carmen suspiró y dirigió su atención a un empleado de la compañía eléctrica, que llegaba justo en ese momento con su camioneta.

Carlos puso el freno de mano y bajó de la camioneta junto con sus dos compañeros. Comenzó a juntar sus herramientas y un largo rollo de cable mientras evitaba mirar a su alrededor. En realidad su trabajo era lo único que lo mantenía mínimamente tranquilo, luego de lo que había ocurrido la noche anterior.
Sin pretenderlo, repasaba una y otra vez la situación en su cabeza: Se encontraba en su casa, mirando la escena catastrófica de los árboles que se torcían ante un viento implacable, cuando decidió agarrar el auto e ir a buscar a su hija, que se encontraba viendo un espectáculo de patinaje en el centro de la ciudad. Su mujer quiso detenerlo, en un primer momento. Durante unos segundos le dijo que estaba loco, que “la nena” tenía su propio auto y que era peligroso salir con los baldes de agua que caían y el viento que parecía arrastrar todo tipo de escombros por la calle. Pero él no la escuchó.
El resultado fue el mismo que si la hubiese escuchado, porque cuando llegó al sitio del evento, vio varias ambulancias que cargaban camillas y partían a toda prisa. No recuerda bien lo que ocurrió después, solo un pitido fuerte en los oídos y un mantra que resonaba en su cabeza: “Micaela no, Micaela no, Micaela no”. Ahora, a las tres y cinco de la tarde de un domingo, supone que algún ángel viejo y sordo lo oyó solo a medias. Porque Micaela estaba internada, aunque habían grandes esperanzas de que se recuperase.
Carlos subió al primer poste de luz, ayudándose de una escalera y comenzó a trabajar. Dedicó un brevísimo instante a mirar a su alrededor. Los rostros de los vecinos de la villa eran un fiel testimonio de cómo se sentía él en ese preciso momento. De cómo se sentían todos. Trabajó durante un rato, en medio de un silencio atroz, solo roto por el eventual ruido de un auto que pasaba velozmente por una de las calles de tierra.

En uno de esos autos, Valentín manejaba con un humor de perros. El día anterior acababa de empezar sus vacaciones. Tenía todo preparado desde la semana anterior: Las valijas, la ropa de los chicos, sus efectos personales, el alquiler de una casa en el mar ya señada… todo. Lo que menos había pensado, la noche anterior, es que a la mañana siguiente encontraría su auto destrozado por un enorme árbol que acababa de caerle encima.
No era solo el auto, por supuesto, todo su mundo de creencias se derrumbaba. Mientras manejaba velozmente por las calles de tierra de la villa, se preguntó a dónde había ido a parar la convicción de que mudándose a un barrio privado iba a estar protegido de todo mal. Maldecía su propia suerte, mientras murmuraba en voz baja un discurso amargo que iba dirigido tanto a sí mismo como a su padre, que siempre lo había obligado a estudiar una “carrera bien” y luego le había instado a tomar ese trabajo bien pago del que toda la familia estaba orgullosa y que Valentín odiaba. Él mismo creyó vivir orgullosamente durante años, en su realidad segura y perfecta, hasta que sus tan ansiadas vacaciones se habían malogrado por un árbol que no había sabido apuntar bien a la hora de caer. Ahora Valentín se dirigía al centro con el auto de su cuñado, para cargar nafta. Cuando llegó al surtidor, en pleno centro, se colocó al final de la cola y dedicó la siguiente hora y media a insultar en voz baja. La fila era larguísima.
Bajó del auto y miró a su alrededor. El paisaje era francamente desolador. Todo el centro de la ciudad estaba regado de marquesinas caídas, árboles arrancados de raíz y vidrieras de comercios rotas.
La visión del desastre general lo llevó a pensar, durante un breve instante, en los rostros congestionados de angustia que había visto pasar mientras atravesaba el borde de la villa. Sintió una punzada de compasión y pensó en la noticia que había oído aquella mañana: Había un sinfín de heridos y 13 muertos por un espectáculo de patinaje en el centro. “Se cayó el techo”, decían. Durante un segundo su mente le susurró que, después de todo, él no había tenido tanta mala suerte. Pensamiento que, por supuesto, borró de un sacudón. Suspiró con hastío y observó la fila de personas que se extendía al lado de la de autos.

En esa fila, Marcela llevaba casi una hora de pie, bajo el sol de un verano argentino. Llevar el auto a repostar había sido imposible… no tenía suficiente nafta como para llegar al centro. Por lo que ahora hacía una larga cola sosteniendo dos gruesos bidones vacíos en las manos.
Marcela pensaba. No sentía, pensaba. Siempre le habían enseñado a pensar, no a sentir.
Pensaba en la noche anterior, en las imágenes de una tormenta como jamás se había visto en la ciudad. Pensaba en sus vecinos de la otra cuadra, que acababan de perder un hijo en algún evento del centro. Pensó en que llevaba varios días sin luz (toda la ciudad estaba así, de hecho) y en los rumores de que iban a pasar así la navidad. Pensó en los regalos que aún no había comprado. En la navidad que, para ella, nunca había significado nada más que una cena y un arquetipo comercial.
Marcela pensaba en las calles plagadas de árboles caídos y en el duro golpe que iba a suponer para el ambiente. Eran miles de árboles que jamás volverían a florecer. Pensaba en sus dos gatos, muertos de calor en su casa. Pensaba en su madre, que había fallecido dos años antes. Marcela pensaba y miraba los rostros de decenas de personas a su alrededor. El ambiente no parecía demasiado navideño, eso era verdad.
En ese momento, Marcela deseó con todas sus fuerzas que la luz volviese, que las familias recibiesen la noticia de que lo de los muertos había sido un malentendido, que los árboles volviesen a crecer. Y, por primera vez en cuarenta años, a Marcela se le llenaron los ojos de lágrimas.

A unos metros, un muchacho permanecía de pie en la esquina de la estación de servicio. Aprovechando la poca sombra que había podido encontrar.
Su mente era un torbellino de sentimientos y la imagen de una mujer que apoyaba un par de bidones en el suelo y rompía a llorar, llevándose las manos a la cara, acababa de agregar un caótico ruido en su cabeza.
Acababa de llegar del otro extremo del mundo, luego de años de no visitar su ciudad. Luego de un viaje lleno de escalas y de más de 50 horas de ver pasillos de avión y largos aeropuertos sin nombre, el muchacho había llegado a su ciudad con la valija llena de regalos y el corazón lleno de esperanza.
No sabía cómo sentirse ante lo que acababa de ocurrir. Su cabeza era un mar de sentimientos en donde se mezclaba la alegría del regreso y la angustia por los sucesos de la noche anterior. Para coronar la escena, había quedado en encontrarse allí mismo con una amiga a la que llevaba años sin ver. Luego de un interminable desfile de semanas intercambiando largos mensajes de voz y soñando con el reencuentro, de repente no sabía qué esperar o cómo sentirse.
El muchacho miraba a Marcela y pensaba en un cuento que se le había ocurrido aquella misma mañana. Un relato sobre gente común, en una ciudad común, que se conectan en una cadena de miradas, cada uno desde su historia personal. Una anciana de las afueras de la ciudad, un padre preocupado por su hija, un empleado malhumorado de una multinacional, etc.
De repente, sus pensamientos se vieron interrumpidos por un leve tirón en la nuca. Fue más la impresión de un tirón que un tirón real. Como le ocurría cada vez que su amiga estaba cerca. Casi instintivamente se dio vuelta, y cayó en la negrura de un abrazo que llevaba años esperando.




En memoria de los afectados por el temporal de Bahía Blanca y la zona, la noche del sábado 16 de diciembre.

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