Cuentos de Navidad - Dos: El amanecer.

En un departamento, en las afueras de La Paz.



Era una tórrida mañana de Navidad.

Como todos los 25 de diciembre, la muchacha se permitía dormir hasta tarde, embriagada de los abrazos de la noche anterior, la buena comida y algún eventual brindis. Pero este año no era así. Luego de la cena del 24, no había podido conciliar el sueño.
Los últimos días, una cruda borrasca había azotado la región y el viento no paraba de aullar entre las rendijas de las persianas. Todo el departamento se quejaba y crujía, como si le molestase que no lo dejasen dormir. El ruido era insoportable y la muchacha llevaba horas sin poder conciliar el sueño.
“Esto es imposible”, pensó, y se levantó con la idea de hacer un poco de té. Era claro que no podría dormir más.
En la cocina, su gata parecía un pequeño almohadón o una bufanda anudada. Era un pequeño rollo prieto de pelos. Cuando la muchacha se sentó, junto a ella, con el té en la mano, notó que el animalito tenía los ojos abiertos en una mueca de fastidio.
- ¿Tampoco podés dormir?- preguntó ella.
El animalito levantó su cabeza y bostezó aparatosamente, como toda respuesta. Permaneció allí unos segundos, mirándola con gesto de enfado. Cuando la muchacha hizo el amague de tomarla en brazos, la gata la esquivó rápidamente y se dirigió a otra habitación.
Ella permaneció sentada, con el té apretado contra el pecho. Había algo que la perturbaba profundamente, más allá de la tormenta y la falta de sueño. Había una sensación de naufragio en el hecho de estar sentada con una taza en las manos, en completa soledad. Su familia estaba lejos (mas bien ella estaba lejos) y el sutil rechazo de la gata se lo acababa de recordar. Intentó tararear algún villancico, pero su voz sonaba apática y monótona. Si la noche anterior el departamento se había inundado de energía navideña, ahora mismo el hechizo parecía haberse roto irremediablemente.
Había algo en ese 25 de diciembre que no parecía funcionar.
Había algo en su departamento, en las afueras de La Paz, que carecía por completo de color.
Había algo en la cena de la víspera con sus amigos, la noche anterior, que le recordaba dolorosamente lo lejos que estaba de su familia.
La muchacha suspiró profundamente, intentando sacarse el cansancio y la pesadumbre de encima. Un ánimo sombrío, como la tormenta de afuera, le pesaba sobre los hombros. Echó una mirada a las decoraciones navideñas de la puerta, como esperando un milagro que no parecía llegar.
Ella misma preparaba la navidad en su departamento, como lo había hecho siempre en su casa con sus padres y sus hermanos: Decoraba puertas y ventanas, escribía tarjetas navideñas para todos, cocinaba postres con esmero y buen gusto y ayudaba a su madre en la preparación de la cena de vísperas (que se convertiría, irremediablemente, en las sobras para el almuerzo de Navidad).
Ahora, lejos de casa, comenzaba a cuestionarse si el repetir los mismos rituales tenía algún sentido.
¿Acaso el decorar el departamento le acercaba a lo que sentía cada 24 y 25 con su familia? ¿Acaso el seguir cocinando los mismos postres le devolvía el irrepetible aroma de la cocina de su madre? ¿Acaso el rodearse de abrazos de amigos se parecía, aún remotamente, a la ternura de los abrazos de su padre o a la resistencia de su hermano de dejarse abrazar?
La muchacha permanecía en un equilibrio precario, entre la esperanza y la sensación de que todo era en vano.
Sin embargo, en ese instante, ocurrieron varias cosas en simultaneo:
Unas notas ahogadas de un villancico parecieron colarse a través del techo. Alguien en el piso de arriba había empezado el día temprano.
Un olor maravilloso a café inundó toda la calle, venido de quién sabe dónde. También parecían percibirse algunos aromas dulzones, como a castañas.
Varios mensajes llegaron a su teléfono en simultaneo. Saludos navideños de todo el mundo. Testigos escritos de una vida entera cultivando amistades internacionales que aún la recordaban con mucho cariño (y es que la tormenta había amainado lo suficiente como para permitir que el internet volviese a funcionar).
Y, por último, un ruido de cascabeles se oyó, cerca de ella.
Cuando miró alrededor, vio que la gata había regresado. Traía una cinta con un cascabelito en la boca, sacado de quién sabe dónde. No recordaba habérselo regalado.
El animalito caminaba lentamente hacia ella y el cascabel tintineaba rítmicamente. Parecía acompasarse perfectamente con la música de arriba. Y, con un brevísimo ronroneo, el animalito subió a su regazo.
La miró a los ojos durante unos segundos, mientras la amasaba con ternura, y la muchacha casi pudo leer en la mirada felina un mensaje clarísimo: “Feliz navidad, descansá”.
La chica y la gata parecieron enrollarse entre sí. La tormenta había amainado. Lo siguiente que supo es que empezaba a quedarse dormida en la silla, envuelta en el calor del animal. Envuelta en la música y los aromas que llegaban de todos lados. Envuelta en una cálida atmósfera navideña que, por fin, daba inicio al 25 de diciembre.





A Sofi.
Y a todas las personas que asumen el coraje de vivir lejos.

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