Capítulo 6: 28 de marzo, 2023.

El barrio Ernesto Guevara es una de las zonas menos habitadas de La Paz, en Perú. Una enorme extensión de terrenos baldíos, en donde las casas pueden estar separadas por amplias alfombras de césped sin cuidar o encontrarse aglomeradas en grupos de cuatro o cinco, como si buscaran guarecerse del viento incesante que aúlla día y noche. Los pocos árboles que se ven, esparcidos caprichosamente, tienen siempre una leve inclinación, producto de estas fuertes ráfagas. Algunos graciosos insisten en que, aquí, hasta los árboles beben de más.
Una mañana, a mitad de marzo, yo bajé de un taxi destartalado frente a una de estas casas. Había sido un viaje bastante tranquilo, viendo pasar campos a medio cultivar y zonas habitadas por unas pocas cabañas. Mi mente se dividía entre el paisaje rural, el chofer que manejaba aferrado al volante como si fuese la primera vez que estaba en un auto (su mirada desencajada y su aspecto de haberse despertado hacía pocos minutos no contribuían a mi tranquilidad) y una gata extraordinariamente pequeña que se lamía sobre mi regazo. A mi lado, ocupando el resto del asiento, una pequeña mochila de transporte para animales reposaba sobre el estuche de mi violín.

Unas pocas horas antes, Lonehome me despedía ante las puertas del Ministerio. Yo me debatía entre el cariño a esa mujer cuyo cuidado iba más allá de sus funciones laborales y el fastidio que me causaba el obligado cambio de vida.
- La gata- me recordó por cuarta vez, señalando la pequeña mochila en donde el animalito me miraba ofendidísimo.
- No quiere venir. Y yo estoy bien así. Gracias por la valija, es super práctica- dije, metiendo mis pocas pertenencias en la parte de atrás del taxi.
- Por favor. Es lo menos que podía hacer. En unos días te va a llegar la carta oficial sobre tu cambio de funciones. Acordate, por favor, que empezás el lunes. Tratá de no meterte en más problemas… y llévate a la gata- insistió, colocando la mochila en el asiento de atrás. – Se llama Merlina. Me pareció bien, porque tu madre, de joven, tenía un gato llamado Pericles-
- ¿Porqué siempre tienen que saberlo todo?- refunfuñé, entrando en el auto.

La voz del chofer, ronca, me devolvió a la realidad.
- Si me hacés el favor de pagar, yo sigo con mi vida-
Pocos minutos después, dejaba mis cosas en el suelo de una habitación rústica y sencilla. La valija con ropa, la mochila con algunas pertenencias, mi violín y el transporte de la gata (que continuaba mirándome, enfurecida) ocupaban una fracción del espacio de aquella sala. El resto lo ocupaban una mesa de madera para 4 personas, una heladera y un rincón con una pequeña mesada y un horno. Una puerta, en un rincón, daba a lo que parecía el baño y la otra llevaba a una pequeña habitación. Yo observaba todo, mudo, mientras calculaba mentalmente dónde iba a tocar el violín. Ya tenía perfectamente claro que iba a trabajar sobre la mesa, ya que el cambio de funciones en el ministerio me rebajaba a la simple categoría de traductor. “Así es más seguro… al menos por ahora”, dijeron mis superiores mientras Lonehome asentía solemnemente.
Por fuera de la casa se extendía un enorme jardín trasero… bueno, “jardín” quizá sea demasiado decir: una extensión de tierra enorme, con algunos yuyos caprichosos, un viejo cobertizo y dos autos a medio desarmar. Conectaba con otras casas, similares a la mía. Aunque no vi una sola ventana abierta. Todo el “vecindario” tenía un aspecto abandonado.
Pasé el resto de la mañana acomodándome en mi nuevo hogar, mientras la gata dividía su tiempo entre mirar atentamente por las ventanas y elegir cuál iba a ser su silla. Disponía de un par de días libres antes que llegasen los primeros documentos para traducir, por lo que me plantee salir a recorrer el lugar.
Precisamente cuando agarré las llaves, unos pocos acordes llenaron el aire ventoso del barrio. Reconocí inmediatamente una canción de Gorillaz y pensando que su melodía enigmática y deprimente se adaptaba a la perfección a aquél lugar, salí al jardín a ver qué ocurría.
Afuera, una pareja de lo más variopinta se encontraba cerca del cobertizo. La música salía de un auto de aspecto viejo y descuidado. Parecía un milagro que todavía funcionase. A su lado, un muchacho alto y muy flaco marcaba el compas con un pie, distraído. Una media sonrisa bailoteaba en sus labios mientras movía ligeramente la cabeza de un lado al otro. Parecía el típico hombre despreocupado, cuya respuesta a toda pregunta siempre es un chiste improvisado… al menos como primera respuesta. Lucía una cabeza rapada, barba rala y un pequeño pendiente de oro. Me recordó vagamente a las ilustraciones de piratas que solía pintar en mi casa, cuando era niño. Al menos los marineros, nunca el capitán (que siempre tenía mucho pelo, barba, levita completa y llevaba un loro en el hombro).
A su lado, una mujer cepillaba con ahínco el lomo un caballo que se mantenía inmóvil. Casi militarmente inmóvil. Era enorme y su pelaje recordaba el color del brandy añejado.
El muchacho me vio, ni bien me acerqué, y avanzó sonriente, con una mano extendida. Un gesto que resultó algo exagerado para la cantidad de pasos que tuvo que dar hasta llegar hasta mí.
- Paulo- se presentó, estrechándome la mano con vigor.
- Martín Jacob, un gusto- conteste sonriendo.
- Sí, sí. Sabíamos que ibas a venir. Todo el barrio pertenece a la misma persona. Nos avisan cada vez que se instala un vecino nuevo-
- Ah, ¿Ustedes viven por acá?-
- Justo en aquellas dos casas que ves allá atrás. Y creo que incluso nos corresponde ordenar el cobertizo y cortar el cesped, pero en fin...-
- El cobertizo lo ordeno yo, ya lo sabés. Y sí, este mes te toca el cesped- musitó la muchacha del caballo, tenía una voz suave pero decidida.
- Puedo darles una mano- le aseguré, intentando verla através del polvo en suspensión.
- Perdón... ¡Pero estoy hablando con él, no con vos!- me espetó la muchacha, asomándose por encima del lomo del animal. Al igual que su acompañante, era alta, aunque sus facciones distaban mucho de la calidez bonachona de Paulo. Me miraba con una expresión dura, casi hostil. Tenía unos ojos curiosamente alargados que se entrecerraban al observarme sobre el polvo que se elevaba del lomo del animal. Su boca mantenía un rictus tenso. Llevaba puestas unas viejas ropas de viaje, como si acabase de llegar de un largo peregrinaje y unas botas tejanas que casi parecían de otra época. Nos miramos durante unos segundos que me parecieron eternos. Me plantee seriamente el responderle con una ironía, pero solo pude sostenerle la mirada. Ella, como si buscase levantar un muro entre nosotros, comenzó a pasarse las manos por el pelo que llevaba recogido en una larga trenza.
- ¡¿Vas a adoptar a todos los estúpidos que vengan a vivir acá?!- preguntó, dirigiéndose al muchacho alto. El hechizo tenso que nos mantenía inmoviles a los tres pareció romperse.
- Esta es Alizee... y por lo general es un poco más agradable- repuso él, con un encogimiento de hombros, sin mirar a nadie en particular.
Ignoré por completo el comentario, absorbiendo la escena del tipo western suburbano que se desarrollaba ante mí. ¿Dónde había venido a vivir?
- Acabás de llegar, supongo- dijo Paulo, intentando retomar el diálogo.
- Sí, viví un tiempo en La Paz. Me transferí por trabajo-
- No me imagino qué tipo de trabajo harás para terminar en este rincón de Perú- dijo, con una sonrisa que se mantenía en perfecto equilibro entre la ironía y la simpatía.
- Trabajo para un organismo gubernamental, traduciendo- comenté, sin entrar en detalles – Pero en realidad soy músico-. Tras ese último comentario, escuché un resoplido de desdén, en dirección al caballo. Aunque probablemente fuese la muchacha.
- Otro músico… Dios los cría…- dijo, mordaz.
Miré a Paulo, interrogante, y por toda respuesta él me tomó por un hombro y comenzó a llevarme hacia una de las casas del fondo.
- Tiene razón- dijo en voz baja – Allá atrás vive Rami, que es cantante. Yo soy contrabajista… y en el barrio vivía otro violinista, que se mudó a la ciudad hace poco. Realmente pareciera que alguien está intentando llenar el barrio de músicos. Incluso nos visita a menudo un percusionista, de La Paz-
- ¿”Otro violinista”?- pregunté, algo sobresaltado, como siempre que alguien parece saber más de mí de lo que debería.
- Te vi entrando las valijas y el violín, esta mañana. Bienvenido. Por cierto, ¿La gata es comestible?- agregó con una carcajada.
Me guió a través de una cortina que colgaba sobre una puerta abierta. Dentro de la casa el ambiente era mucho más acogedor que en mi recién estrenada residencia. Incluso el sonido del viento parecía apaciguarse hasta casi desaparecer. Desde algún lugar llegaba una voz sencilla y melodiosa, que jugaba con el leve eco que retumbaba en las habitaciones. La escuché durante unos instantes con verdadero placer, parecía tratarse de una cantante talentosa. Entonaba lo que parecía ser un joropo… o un son, o incluso una rumba. En realidad podía ser cualquier tipo de música latina, nunca se me dio bien identificar esos estilos.
Atravesamos otra puerta y entramos en una pequeña cocina. Una mujer algo más baja que yo extendía unos paños sobre la mesa, mientras cantaba. Tenía unos cabellos largos y oscuros que recordaban a las mujeres descendientes de los pueblos originarios. Ese tipo de cabello que nunca hace falta peinar o cuidar demasiado, que guarda su propia fuerza interior. Llevaba puesta una musculosa y unos pantalones de cuero. Sus brazos estaban cubiertos de un entramado de tatuajes tan variado y colorido, que parecía imposible descifrar el laberinto de diseños.
Se acercó a nosotros con una sonrisa gigantesca, como si nada le agradase más que vernos parados en su cocina. Abrazo con fuerza a Paulo y luego me estrechó a mí durante un par de segundos.
- Rami- se presentó, ante mi mirada azorada. No estoy muy acostumbrado al contacto físico.
- ¿Rami?-
- …de Rama- dijo, como si eso aclarase algo.
- …de Rama- repetí, dubitativo.
- ¡…de Ramallo!- repuso con una carcajada.
- Tu apellido- creí entender, por fin.
- El de mi madre-
- Ajá… ¿Y tu padre?-
- Es policía en La Paz-
Lo di por imposible.
- Violinista- agregó Paulo, poniéndome las manos sobre los hombros como si presentase un producto a la venta. ¿Esta gente no conocía el significado del espacio personal?
- Como Lee. Otro violinista… ¿Viniste para entrar en la More Lucky?-
- No, vine por trabajo. ¿Qué es…?- empecé, pero en ese momento se oyó un ladrido desde afuera.
- Es Otto, el perro de Alizee- dijo Rami, viendo que me dirigía hacia la ventana.
A través del jardín vi que la muchacha y el caballo ya no estaban. Un pequeño perro barbudo, de aspecto viejo aunque vigoroso, se encontraba en medio del terreno, ladrando a un hombre que caminaba hacia las casas. A un lado, por el camino, se veía un taxi similar al que me había traído a mí, aunque de una empresa mucho más exclusiva.
Paulo se situó a mi lado, oteando a través de la ventana. Lo oí suspirar con suavidad, como si se preparase para algo.
- ¿Preguntabas por la More Lucky?- comentó sin mirarme. Asentí con la cabeza, apartando la mirada del hombre que comenzaba a acercarse, bordeando el cobertizo. Estaba exquisitamente vestido.
- Bueno… te presento a Byron. Director de la orquesta, además de productor, compositor, arreglista… creo que incluso es dueño del teatro en donde tocamos-
El hombre había llegado hasta la puerta, que aún permanecía abierta, y se había detenido expectante.
Seguí a Paulo, que se dirigía solicito hacia él. Rami había desaparecido.
Ante mi, la figura de Byron parecía extraída a la fuerza de una novela victoriana. Se trataba de un hombre negro, alto y robusto. Vestía un traje a medida que no parecía de este siglo. Sus ojos estaban cubiertos por un par de anteojos de sol, por lo que resultaba difícil adivinar su expresión. Su cabello ralo completaba la escena de un rostro carente de emociones, pero curiosamente despectivo y severo. Lo vi llevarse un habano a su boca de labios gruesos y aspecto cruel. Un reloj de oro relucía en su muñeca.
Byron contempló el interior de la casa durante unos segundos, mientras aspiraba su habano. No se oía sonido alguno,
- ¿Ensayamos, señores?- preguntó, con un tono de voz aterciopelado que me puso los pelos de punta.





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