Capítulo 2: 15 de Junio, 2020

Si la primera parte de mis memorias es una historia sobre las múltiples catástrofes que acontecieron al principio mi aventura, esta es sin duda una historia sobre abundancia y amistad.


La ciudad en donde me encontraba (les recuerdo que ya estoy en Peru) me abrió sus puertas como a todos los extranjeros que vienen en busca de formación o de una segunda oportunidad en la vida... y yo llegué con sed de ambas.
Por supuesto que todo se paga. Y mi derecho a un departamento propio tuve que pagarlo con sangre, sudor y lágrimas trabajando para los Compañeros de Hera. El municipio pone a disposición de todo expatriado que quiera establecerse acá (o incluso locales que deseen pagar deudas éticas o progresar en su estatus social) el requisito de pasar un tiempo trabajando para estas fuerzas de choque privadas.
Sin embargo ya hablé de ellos en el capitulo anterior (quizá demasiado, dada la naturaleza hermética de su actividad ilícita). La realidad es que pronto a dejar sus filas conocí a mi primer contacto musical en esta ciudad: Pior, un irlandés de aspecto bohemio que recorría el mundo con la única companía de su guitarra y de un flacucho perro viejo que se le parecía muchísimo. No tardamos en compartir un poco de música y algunas copas, a pesar de nuestras diferencias. Él, ansioso de compartir detalles de una vida que parecía haber durado 300 años (tal era la cantidad de anécdotas que contaba, entre las cuales se destacaban sus raíces mayas y sus giras con Mike Oldfield y Yoko Ono). Yo, reservado como siempre y cauteloso luego de tantos tropiezos, solo le aclaré mi origen argentino y mis raíces musicales tangueras.
Nunca llegué a saber cuánto de verdad había en sus historias, que alcanzaban para llenar varias biografías, pero pronto descubrí que no me interesaba tanto. Bastaba con un poco de companía y un proyecto musical que se fue gestando casi sin notarlo. Yo, por ese entonces, estaba sin trabajo y ávido de retomar mi vida como intérprete. La música irlandesa siempre había sido para mí como una golosina en medio de una vida dedicada a la comida sana. Un refugio que me llena el alma entre las horas dedicadas a la ferrea adquisición de las técnicas del clacisismo y del tango. En fin, un exqiusito placer culposo. Y consideré que luego de mis desventuras de los últimos meses, el formar un dúo con aquél extraño guitarrista irlandés era un modo perfecto de volver a entrar de puntas de pie al mundo de los hombros relajados y las sonrisas sinceras.
Ese fue el comienzo de un camino dedicado, pero muy satisfactorio. Comencé a encontrar algunos alumnos de lo más variopintos (como un viejo juez, oriundo de la ciudad, o un hombre sordo-mudo, que aprovechaba mis clases en lengua de señas), recibí invitaciones para tocar en eventos y teatros a lo largo de todo el país (muchas veces solo, a veces con Don Pior), mi agenda de contactos musicales se amplió mucho y pronto estaba ganándome la vida con el violín en mano.
Conocí personas que vivían la música de forma muy particular, como Yulia, una cantante soviética con grandes dotes para la cocina, y Nicolás Daddario, un músico judío cuya simpatía y gran corazón me conmovieron. Ella regenteaba un hermoso restaurant en la parte baja de la ciudad. Un sitio decorado con excelente gusto al que acudían a comer tanto personajes poco pudientes (obreros, campesinos y marineros) como señores de la alta sociedad, provenientes de los barrios privados de la ciudad. Seguramente fuese por la decoración rústica pero elegante del restaurant... o por la comida exquisita que preparaban dos cocineros dirigidos por la misma propietaria: una selección de platos caseros, en apariencia muy sencillos, pero de un sabor inigualable. Aunque probablemente también tuviese que ver el hecho de que la misma Yulia abandonase la cocina todas las noches, durante media hora, para interpretar algunas canciones acompañada de los músicos que encontrase disponibles... o simplemente tocando ella misma un viejo piano que se encontraba en un rincón del local. Pronto me volví abitué de ese lugar tan agradable, de la exquisita comida y de la hermosa voz de la dueña y cocinera del local, cuya simpatía daba el toque final a la experiencia. Nicolás, por su parte, era todo lo que se puede experar de un judío bohemio: Un hombre alto y escandalosamente delgado, dueño de una sonrisa torcida, una barba rala y una gran nariz aguileña. Se lo podía ver en las calles de la ciudad, cuando el sol comenzaba a menguar, cantando mientras tocaba un viejo acordeón. Yo comencé a encontrármelo varias veces a la semana, siempre vestido con sus pantalones de diseños estrambóticos y su chaleco sobrio de bohemio viejo. Usaba también un gracioso bombín, que se mecía sobre su cabeza mientras él le arrancaba melodías vertiginosas al acordeón. El tiempo hizo lo suyo y los encuentros casuales terminaron por acercarnos y forjar una cálida amistad. Para mi gran alegría, ambos me incluyeron en las actividades musicales de la ciudad, invitándome a conciertos formales o improvisados. Yo, por mi parte, además de los eventos que ya mencioné y de mi nutrido grupo de alumnos, comencé a trabajar en una curiosa orquesta que dirigía un yogui hindú. No, en serio... y realmente me gustaría explayarme más sobre la experiencia, pero hay demasiados detalles que aún no termino de entender. Para hacerlo sencillo: el hombre dirigía un grupo de "meditación en movimiento". Sus alumnos (o adeptos, la verdad sea dicha) se movían en círculos concéntricos mientras él les hablaba de su filosofía de vida o les leía frases inentendibles de un viejo libro que llevaba siempre en un morral. Como insistía en que la única música posible era la que se podía apreciar en vivo, había formado una pequeña orquesta de músicos de distintas edades y nacionalidades. Nunca llegué a conocer bien a esas personas (el yogui no nos permitía hablar entre nosotros), pero la extraña música que interpretábamos ayudó a integrar mi imaginario interno de sonidos del mundo.
Pero en fin... esta es una historia de tropiezos. Y desgraciadamente, mi mala fortuna afecta a todos de modo indirecto. ¿Parecía todo demasiado perfecto? Ok, vamos a lo que nos compete: Una noche de invierno, Nicolás golpeó a mi puerta. Me sorprendió verlo tan alterado, él que parecía jamás perder el temple. Me pidió algo fuerte para tomar y, durante casi una hora, me habló de cosas sin importancia. Cuando finalmente logró calmarse, me contó sobre un extraño asesinato en los barrios bajos de la ciudad, que parecía involucrar directamente a nuestro colega Pior.
Pasé un par de semanas muy ajetreadas entre mis actividades de profesor y ciudadano ilustre, y mis excursiones a los barrios bajos intentando dar con el paradero de mi amigo. Ciertamente no hice demasiadas amistades preguntando detalles de una situación que todos preferían olvidar como si nada hubiese sucedido. Más de una vez se me recomendó volver a casa de un modo engañosamente calmo... y con un cuchillo que apuntaba directamente a mi cara.
Finalmente decidí dejarlo. Hasta la paciencia del mejor intencionado tiene un límite. Y, como suele ocurrir en este fenómeno irónico llamado vida, fue cuando me rendí que encontré a Pior casi por casualidad. Fingiendo despreocupación, lo arrastré a un viejo bar en donde pudimos encontrar algo de intimidad y hablar de lo sucedido. Su sospechoso desconocimiento del asunto, su forzada mala memoria, la manía de cambiar súbitamente de tema y el sudor en su rostro me hicieron saber que jamás me contaría toda la verdad. Poco después, desapareció de la ciudad.
Pasaron los meses, Nicolás y yo forjamos una sólida amistad (como solo puede darse entre hombres sencillos que no le desean el mal a nadie) y comenzamos a vendernos como dúo. Nuestra fama en la ciudad crecía y hasta los propietarios más reacios de los establecimientos céntricos se sorprendían al darnos una oportunidad (como si nos hiciesen un favor) y ver que su local se llenaba de música y de gente bailando. Fueron épocas felices y provechosas, sin duda. Pero todos sabemos como acaba este capítulo: cuando todo parecía inmejorable, llegó un jueves fatídico en el que recibí una llamada tras otra de alumnos posponiendo clases y de teatros y bares cancelando conciertos. Alguien en china había cometido un error y nos esperaban algunos meses inciertos de reclusión forzada en casa.   




                                      

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