Capítulo 4: 26 de mayo, 2021.
26 de Mayo, para casi todo el mundo. En algún lugar cercano a La Paz… creo.
Escribo estas líneas desde la más completa clandestinidad.
El torpe ejercicio literario que comenzó como una simple forma de mantener a mis afectos al tanto de mi vida (y que continuó, únicamente, por el interés que demostró suscitar en los ocasionales lectores) podría ser la única forma de dejar un último testimonio, en el caso de que algo llegase a pasarme.
Los otros tres capítulos se basaron en mis desventuras desde que llegué a Perú. De cómo mantuve mi vínculo con la música, pese a todo, y de cómo comencé a trabajar para el Ministerio de la Temporalidad: ente dedicado a la corrección de incongruencias en el guion de la historia.
Me gustaría comenzar directamente con lo ocurrido estos últimos días, de porqué me encuentro escondido en un viejo altillo y de mi temor a que este sea mi último relato, pero me estaría adelantando.
Retomo, pues, desde enero de este año: Mi trabajo en el Ministerio continuó. Mi exagerado sentido de la responsabilidad y mi enorme curiosidad me llevaron a escalar rangos rápidamente y, pocos meses después de mi primera misión, ya contaba con cierto prestigio. Las altas esferas reconocieron mi mérito, otorgándome cada vez más funciones, expandiendo mi abanico de responsabilidades y abriéndome ciertas puertas (en sentido figurativo y literal).
Continué trabajando con Lonehome en una enorme variedad de casos. Ya no solo me dedicaba a rastrear a pícaros escapados de su época, también pasaba largas tardes traduciendo antiguos documentos en latín, entrevistándome con sacerdotes de distintas épocas (debo decir que la jerga formal del romanticismo italiano es una delicia a los oídos), rastreando libros que se creían perdidos, suplantando notables y jueces a la hora de ejercer el derecho legal, ayudando a personas a reconciliarse con su pasado, etc. Nunca podía saber lo que ocurriría la semana siguiente.
Sin embargo, todo tiene dos caras: Mi vida social, cada vez más fructífera en décadas que no eran la mía, comenzaba a marchitarse en el presente. Abandonar el tiempo que nos corresponde es muy similar a emigrar de nuestra tierra natal… y yo tenía un poco de ambas cosas. Cuanto más tiempo pasaba lejos de los míos (y cuanto más lejos estaba de mi tiempo) más me costaba mantener vínculos sanos y duraderos. Infinitos fueron los mails que no obtenían respuesta o que, por algún motivo, el sistema rebotaba como si ya no tuviese derecho a escribir a mis amistades. Desde cualquier momento y lugar las líneas telefónicas parecían caídas y en general el mundo resultaba forzosamente silencioso. Eventualmente mi hambre de vínculos se acalló también. Fueron épocas dedicado únicamente a mi trabajo, a mi estudios en la Universidad de La Paz y a mi música. Me percibía casi desconectado de la realidad que siempre había conocido.
Eventualmente mis estudios llegaron a su fin. No es difícil terminar una carrera informal en unos cuantos meses cuando se tiene acceso a un caudal de tiempo infinito para estudiar y rendir exámenes dentro y fuera de término. Solo debía recordar el mantener mi pelo y mi barba en condiciones siempre iguales y renovar el guardarropa cuando alguna prenda se veía demasiado desgastada.
Me encontraba, por fin, en posesión de una sólida formación de usos, costumbres y leyes a lo largo de los siglos en diversos puntos del mundo. Mis superiores estaban satisfechos y comenzaron a delegarme tareas más delicadas. Lonehome y yo comenzábamos a dar que hablar entre nuestros colegas: “Esta gente resuelve problemas de toda índole”.
Los casos se resolvían siempre de forma satisfactoria para todos y yo me sentía en comunión con aquello que siempre había querido: ampliar mis horizontes.
Pese a que cada vez me volvía algo más reservado y solitario, el futuro (por fin) parecía prometedor.
Probablemente se estén preguntando cuánto tiempo puede pasar este relato sin volver a sus rumbos turbulentos. La realidad es que mi historia sigue siendo una ordenada colección de acontecimientos catastróficos y este capítulo no es la excepción. Afrontémoslo: Había progresado demasiado rápido. Hay cosas que solo el tiempo y la experiencia pueden enseñar. Y si bien el tiempo estaba a nuestra disposición, demostré (en mi impaciencia) no saber respetarlo como corresponde.
A lo largo de diversos encargos, sin siquiera notarlo, había cometido pequeños deslices y torpezas que derivaron en la ruptura de la primera regla del Ministerio: “Solucioná las incongruencias del tiempo, no te conviertas vos en una.” Mi trabajo había dejado huellas que, por pequeñas que resultasen, habían guiado a alguien hacia mí y mis compañeros. Una mañana, mientras me alistaba para salir, mi teléfono comenzó a sonar. Atendí, ajeno a lo que estaba por ocurrir y una dura voz femenina comenzó a hacer preguntas y a exigir explicaciones sin siquiera presentarse.
No recuerdo cuánto duró la conversación: Casi por instinto recurrí a mi formación en oratoria, retórica y debate socrático para intentar defenderme de aquellas increpancias e intentar adivinar la identidad de mi interlocutora sin exponerme o dar demasiada información sobre mí mismo. Poco a poco fui entendiendo que se trataba de una influyente figura política de La Paz. Una mujer que intentaba llegar a la cima de su carrera y que había construido su progreso a base de destruir y pisotear a quienes no creía dignos de la sociedad actual (o que, según ella, resultaban sospechosos de acciones ilícitas). Algo había leído sobre ella en el diario local, aunque nadie me había advertido de su energía a la hora de dar caza a una presa.
Cuando la conversación parecía haber llegado a un punto muerto y yo me sentía ligeramente más calmado, ella exigió saber quién era yo y cuál era ese organismo para el cual trabajaba.
Sentí una molestia en el estómago: Esta mujer sabía algo. Comenzó a enumerarme las pistas que la habían llevado hasta mí. A exponer los errores, a lo largo de los meses, que nadie en el Ministerio había notado. Solo ella, haciendo gala de la paciencia de un cazador. Yo la escuchaba en silencio, sintiendo la boca seca y un ligero sabor amargo. Cuando terminó de enumerarme sus pruebas, la mujer me dijo sin rodeos que hacía ya tiempo que sospechaba de la existencia del Ministerio. Y se encargó de aclararme que todo aquello era ilegal. Seriamente ilegal.
Por supuesto que negué todo, fingiendo despreocupación ante sus preguntas. Me mostré dispuesto a ayudar, a responder cuanto quisiese saber. Traté de sonar lo más inocente y anodino posible. Solicito ante sus reclamos. Sin embargo ella no estaba conforme: “Deme, por favor, sus datos personales. En mi oficina estamos muy interesados en investigar quién es usted, exactamente”.
Luego de la comunicación telefónica, que parecía haber sido eterna, pero que (según mi teléfono) solo había durado 17 minutos, me sentía mareado y aturdido.
Unas horas después, avisé al Ministerio que esa mañana no me presentaría a trabajar y empaqué un poco de ropa.
A la tarde de ese mismo día, llegué a la casa de un viejo amigo, en las afueras de la ciudad, cuya llave había dejado a mi cuidado mientras él trabajaba en el norte.
Ahora escribo estas líneas desde mi escondite en un viejo altillo. Intenté dejar la casa en un estado de abandono tan evidente como la encontré. Pero sé bien que esconderse (en nuestro hermoso siglo XXI) es imposible. Tarde o temprano me van a encontrar. Y el tono de amenaza que oí por el teléfono deja muy en claro que sus intenciones distan mucho de la negociación pacífica. Cada ruido, afuera en la calle, parece la confirmación de una sentencia.
Dejo estas líneas como un relato apresurado de lo que ocurrió, en el caso de que algo llegase a pasarme.
Escribo estas líneas desde la más completa clandestinidad.
El torpe ejercicio literario que comenzó como una simple forma de mantener a mis afectos al tanto de mi vida (y que continuó, únicamente, por el interés que demostró suscitar en los ocasionales lectores) podría ser la única forma de dejar un último testimonio, en el caso de que algo llegase a pasarme.
Los otros tres capítulos se basaron en mis desventuras desde que llegué a Perú. De cómo mantuve mi vínculo con la música, pese a todo, y de cómo comencé a trabajar para el Ministerio de la Temporalidad: ente dedicado a la corrección de incongruencias en el guion de la historia.
Me gustaría comenzar directamente con lo ocurrido estos últimos días, de porqué me encuentro escondido en un viejo altillo y de mi temor a que este sea mi último relato, pero me estaría adelantando.
Retomo, pues, desde enero de este año: Mi trabajo en el Ministerio continuó. Mi exagerado sentido de la responsabilidad y mi enorme curiosidad me llevaron a escalar rangos rápidamente y, pocos meses después de mi primera misión, ya contaba con cierto prestigio. Las altas esferas reconocieron mi mérito, otorgándome cada vez más funciones, expandiendo mi abanico de responsabilidades y abriéndome ciertas puertas (en sentido figurativo y literal).
Continué trabajando con Lonehome en una enorme variedad de casos. Ya no solo me dedicaba a rastrear a pícaros escapados de su época, también pasaba largas tardes traduciendo antiguos documentos en latín, entrevistándome con sacerdotes de distintas épocas (debo decir que la jerga formal del romanticismo italiano es una delicia a los oídos), rastreando libros que se creían perdidos, suplantando notables y jueces a la hora de ejercer el derecho legal, ayudando a personas a reconciliarse con su pasado, etc. Nunca podía saber lo que ocurriría la semana siguiente.
Sin embargo, todo tiene dos caras: Mi vida social, cada vez más fructífera en décadas que no eran la mía, comenzaba a marchitarse en el presente. Abandonar el tiempo que nos corresponde es muy similar a emigrar de nuestra tierra natal… y yo tenía un poco de ambas cosas. Cuanto más tiempo pasaba lejos de los míos (y cuanto más lejos estaba de mi tiempo) más me costaba mantener vínculos sanos y duraderos. Infinitos fueron los mails que no obtenían respuesta o que, por algún motivo, el sistema rebotaba como si ya no tuviese derecho a escribir a mis amistades. Desde cualquier momento y lugar las líneas telefónicas parecían caídas y en general el mundo resultaba forzosamente silencioso. Eventualmente mi hambre de vínculos se acalló también. Fueron épocas dedicado únicamente a mi trabajo, a mi estudios en la Universidad de La Paz y a mi música. Me percibía casi desconectado de la realidad que siempre había conocido.
Eventualmente mis estudios llegaron a su fin. No es difícil terminar una carrera informal en unos cuantos meses cuando se tiene acceso a un caudal de tiempo infinito para estudiar y rendir exámenes dentro y fuera de término. Solo debía recordar el mantener mi pelo y mi barba en condiciones siempre iguales y renovar el guardarropa cuando alguna prenda se veía demasiado desgastada.
Me encontraba, por fin, en posesión de una sólida formación de usos, costumbres y leyes a lo largo de los siglos en diversos puntos del mundo. Mis superiores estaban satisfechos y comenzaron a delegarme tareas más delicadas. Lonehome y yo comenzábamos a dar que hablar entre nuestros colegas: “Esta gente resuelve problemas de toda índole”.
Los casos se resolvían siempre de forma satisfactoria para todos y yo me sentía en comunión con aquello que siempre había querido: ampliar mis horizontes.
Pese a que cada vez me volvía algo más reservado y solitario, el futuro (por fin) parecía prometedor.
Probablemente se estén preguntando cuánto tiempo puede pasar este relato sin volver a sus rumbos turbulentos. La realidad es que mi historia sigue siendo una ordenada colección de acontecimientos catastróficos y este capítulo no es la excepción. Afrontémoslo: Había progresado demasiado rápido. Hay cosas que solo el tiempo y la experiencia pueden enseñar. Y si bien el tiempo estaba a nuestra disposición, demostré (en mi impaciencia) no saber respetarlo como corresponde.
A lo largo de diversos encargos, sin siquiera notarlo, había cometido pequeños deslices y torpezas que derivaron en la ruptura de la primera regla del Ministerio: “Solucioná las incongruencias del tiempo, no te conviertas vos en una.” Mi trabajo había dejado huellas que, por pequeñas que resultasen, habían guiado a alguien hacia mí y mis compañeros. Una mañana, mientras me alistaba para salir, mi teléfono comenzó a sonar. Atendí, ajeno a lo que estaba por ocurrir y una dura voz femenina comenzó a hacer preguntas y a exigir explicaciones sin siquiera presentarse.
No recuerdo cuánto duró la conversación: Casi por instinto recurrí a mi formación en oratoria, retórica y debate socrático para intentar defenderme de aquellas increpancias e intentar adivinar la identidad de mi interlocutora sin exponerme o dar demasiada información sobre mí mismo. Poco a poco fui entendiendo que se trataba de una influyente figura política de La Paz. Una mujer que intentaba llegar a la cima de su carrera y que había construido su progreso a base de destruir y pisotear a quienes no creía dignos de la sociedad actual (o que, según ella, resultaban sospechosos de acciones ilícitas). Algo había leído sobre ella en el diario local, aunque nadie me había advertido de su energía a la hora de dar caza a una presa.
Cuando la conversación parecía haber llegado a un punto muerto y yo me sentía ligeramente más calmado, ella exigió saber quién era yo y cuál era ese organismo para el cual trabajaba.
Sentí una molestia en el estómago: Esta mujer sabía algo. Comenzó a enumerarme las pistas que la habían llevado hasta mí. A exponer los errores, a lo largo de los meses, que nadie en el Ministerio había notado. Solo ella, haciendo gala de la paciencia de un cazador. Yo la escuchaba en silencio, sintiendo la boca seca y un ligero sabor amargo. Cuando terminó de enumerarme sus pruebas, la mujer me dijo sin rodeos que hacía ya tiempo que sospechaba de la existencia del Ministerio. Y se encargó de aclararme que todo aquello era ilegal. Seriamente ilegal.
Por supuesto que negué todo, fingiendo despreocupación ante sus preguntas. Me mostré dispuesto a ayudar, a responder cuanto quisiese saber. Traté de sonar lo más inocente y anodino posible. Solicito ante sus reclamos. Sin embargo ella no estaba conforme: “Deme, por favor, sus datos personales. En mi oficina estamos muy interesados en investigar quién es usted, exactamente”.
Luego de la comunicación telefónica, que parecía haber sido eterna, pero que (según mi teléfono) solo había durado 17 minutos, me sentía mareado y aturdido.
Unas horas después, avisé al Ministerio que esa mañana no me presentaría a trabajar y empaqué un poco de ropa.
A la tarde de ese mismo día, llegué a la casa de un viejo amigo, en las afueras de la ciudad, cuya llave había dejado a mi cuidado mientras él trabajaba en el norte.
Ahora escribo estas líneas desde mi escondite en un viejo altillo. Intenté dejar la casa en un estado de abandono tan evidente como la encontré. Pero sé bien que esconderse (en nuestro hermoso siglo XXI) es imposible. Tarde o temprano me van a encontrar. Y el tono de amenaza que oí por el teléfono deja muy en claro que sus intenciones distan mucho de la negociación pacífica. Cada ruido, afuera en la calle, parece la confirmación de una sentencia.
Dejo estas líneas como un relato apresurado de lo que ocurrió, en el caso de que algo llegase a pasarme.
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