Capítulo 3: 16 de enero, 2021.

Dejé el capítulo anterior en un falso suspenso: Nunca aclaré las consecuencias de ese desliz que alguien cometió en oriente, pero creo que no hace falta. Ya todos sabemos lo que ocurrió. Debo decir que nunca había vivido algo tan similar a estar en penitencia.

Lo que quizás no sepan es qué fue de mi vida durante esa extraña segunda mitad de año.
La Paz es una de las ciudades más cerradas de Perú, desde el punto de vista de las relaciones sociales: su falta de salida al mar, su hermética ubicación justo en medio de las montañas y su desafortunada historia (los Hunos y el imperio Austrohúngaro se la disputaron durante siglos) volvió a sus ciudadanos poco dados a recibir caras nuevas. Esto, sumado a la nueva reclusión forzada producto de una pandemia, derivó en uno de los períodos más solitarios de mi vida. Resulta destacable, eso sí, la curiosa cercanía acústica que generé con mis vecinos: Luego de un mes de encierro en el edificio, aprendí a identificar los pasos de cada uno de ellos y lograba adivinar su profesión con tan solo unas horas de escucha atenta. Este entretenimiento me mantuvo cuerdo durante las largas tardes que parecían interminables. Cuando los hube identificado a todos, comencé a investigar lo que yo llamaba "humor acústico". De a poco, en mi cabeza, les iba diseñando una biografía.
Fueron meses de mucho estudio (el tiempo, ahora, abundaba) y de una intensa búsqueda laboral. La reclusión forzada cierra muchas puertas cuando tu trabajo consiste en hacer que las personas oigan como das vida a un pedazo de madera... o, en todo caso, cuando alguien te paga para que le ayudes aprender a hacer lo mismo. Seguramente haya muchísimas cosas que se puedan enseñar a la distancia, pero nadie parecía creer que se pudiese enseñar un instrumento de forma online. Era, pensaba yo, como si fuese docente en una escuelita de futbol. Incluso mis antiguos alumnos parecían haberse esfumado y, durante meses, no volví a saber de ellos. Realmente no los podía culpar... me imaginaba que cada uno de nosotros estaba atravesando aquella situación de la forma que mejor podía.
En mi desesperación acabé enviando mi currículum a cuanta oferta laboral veía publicada en sitios de búsqueda y redes sociales, aunque los resultados resultaron prácticamente nulos: Silencios cortantes ante mis llamadas, negativas en forma de un par de renglones formales, o e-mails que confirmaban que el puesto se lo había llevado otro.
Con cada día de búsqueda infructuosa mi mal humor crecía… y no ayudaba en nada el hecho de que, a partir de la segunda semana, comenzase a recibir ofertas diarias de los Compañeros de Hera (que ahora se habían convertido en una compañía de venta telefónica similar a un call-center). Me los encontraba en los sitios más inverosímiles y cuando menos lo esperaba. A veces eran ofertas de trabajo serio, como secretario, cocinero o albañil, las cuales prometían sueldo fijo y a continuación dejaban el teléfono de contacto que ya conocía bien. En ocasiones eran links a la página oficial, escondidos en enormes renglones de texto de páginas como Wikipedia... e incluso en videos que prometían ser la canción "Never gonna give you up" y que tras unos segundos cambiaban abruptamente para mostrar el rostro regordete del lider de los Compañeros, prometiendo un buen futuro.
Tras casi dos meses de recorrer los rincones más recónditos de internet, mi búsqueda llegó a su fin cuando recibí un mensaje de texto en mitad de la madrugada que me instó a aceptar una videollamada en ese preciso instante. No quiero extenderme en lo que fue una de las entrevistas laborales más raras de mi vida (que incluyó resolución de sudokus, ejercicios de asociación libre, diseño veloz de habitaciones imposibles y una infinidad de preguntas sobre el siglo XIX), pero algo interesante habrán visto en mí, porque una semana después me encontré trabajando para el Ministerio de la Temporalidad: una empresa dedicada a corregir incongruencias en el pasado.
No puedo recordar realmente en qué momento les envié mi currículum o como fue el primer contacto. Simplemente, una noche, el mensaje llegó. Y con él, la entrevista. Y de repente... estaba trabajando.
Mis primeras semanas con ellos estuvieron rodeadas de cierto hermetismo: Me explicaron que se me iba a informar solo de lo estrictamente necesario para desenvolverme en cada actividad que me asignasen. Que si quería respuestas a mis preguntas, dependía de mí el escalar puestos en la empresa. Tras varios días conociendo las instalaciones y encargándome de pequeñas encomiendas, me dieron a conocer la punta del iceberg: Una de sus tareas básicas, como ya dije, consistía en detectar pequeñas incongruencias en el pasado (la más usual: Personas cuya linealidad en los registros civiles se veía sospechosamente interrumpida), investigar para averiguar lo ocurrido y corregirlo de la forma más discreta posible.
No fue fácil aprender ese oficio que integraba la capacidad de emplear el pensamiento colateral, la paciencia de pasar horas hurgando en viejos archivos polvorientos, las nociones básicas de historia y el uso fluido de diversas lenguas y de los modismos del siglo que me habían asignado. Eso sí, conté con la ayuda de una agradable mujer descendiente de gallegos, a cuya tutoría me asignaron y que me enseñó a trabajar allí: la señora Lonehome.
Aún recuerdo con cariño nuestro primer caso juntos: un hombre cuyas características figuraban en diversos registros a lo largo del siglo XIX, como si el paso del tiempo no le afectase. Si bien parecía haberse ocupado de dar diversos nombres, no resultaba difícil relacionarlo a varios documentos que lo declaraban nacido y casado varias veces, a lo largo de ese siglo. Los alias que había utilizado en cada ocasión nos despistaron un poco, pero la costumbre de ese entonces de dejar constancia de la altura, color de ojos y cabello, nos ayudó a arrinconarlo.
El trabajo de dar con él, establecer su verdadera fecha de nacimiento y convencerlo de que se quedase en la época que le correspondía nos llevó varios meses. Como este, tuvimos varios casos más, todos bastante similares. En la jerga laboral los llamábamos IORI (Incógnito Omnipresente de Registros Ilógicos).


Respecto a la pandemia, cuando por fin la situación pareció atenuarse y pudimos volver a salir a las calles, me encontré con un mundo que me costaba reconocer. Se olía el miedo de las personas y la gente evitaba saludarse en las calles. La Paz, cuyos habitantes nunca habían sido extremadamente sociales, parecía haberse vuelto un manicomio: todos caminaban vigilando a quienes tenían alrededor y abrazándose a sus pertenencias como si se tratase de un macabro juego de supervivencia.
Por supuesto que en esta nueva situación, en donde solo lo primordial parecía tener lugar, la música y otras tantas manifestaciones artísticas fueron suspendidas. Mis alumnos se mostraban reacios a continuar su aprendizaje y ningún teatro, café o bar parecía interesado en contratar a dos inmigrantes (Porque sí, el aumento de la xenofobia también fue una consecuencia de esos meses de pandemia).
Eso sí: Nicolas y yo decidimos trasladar nuestro oficio a las redes: Fueron meses curiosamente agradables en los que nos permitimos hacer música con amigos alrededor del mundo. Ahora, en este nuevo mundo reclusivo, todos estábamos a la misma distancia.
Retomé mis estudios con el Sr. Cortez, que se declaraba en pie de guerra en contra de cualquier sala de concierto cerrada. Aceptaba las normas básicas de cuidado, casi por respeto social, pero no parecía creer que todo aquello fuese necesario. El día de nuestra primer clase, luego de la reclusión, yo viajaba clandestinamente hacia el rincón apartado de la ciudad en donde él vivía y mi mente revivía la última vez que nos habíamos visto: Había pasado por el teatro municipal y lo había encontrado enrollando unos enormes carteles que mostraban su rostro, mientras el director de la sala se disculpaba, retorciéndose las manos. Luego de los meses sin vernos, sin embargo, se lo mostraba lleno de energía y dispuesto a recuperar el tiempo perdido: su intensidad para enseñar solo se comparaba con mi ilusión por aprender de él.
Poco después llegaron las primeras nieves. El gobierno advirtió que las fronteras serían cerradas nuevamente, sin excepciones, por lo que algunos se apresuraron a viajar al norte en búsqueda de nuevas oportunidades laborales. El fin de este capítulo está teñido, sin lugar a dudas, de muchas copas compartidas y numerosas despedidas. La cuarentena nos había cambiado a todos y más de un amigo decidió que era momento de moverse. No los culpo.
Durante los meses que siguieron me concentré en mis estudios y en mi trabajo para el Ministerio. Pronto demostré que mi resolución e interés por sus actividades era sincero y comenzaron a confiarme trabajos más comprometidos. Sin embargo algo puntual impedía mi progreso: El conocimiento de diversas lenguas no significa nada si no se entienden las culturas asociadas a ellas. Y parte del hecho de conocer una cultura implica familiarizarse con sus reglas, tanto éticas como jurídicas. Tras varios meses de trabajar para esta organización, llegó una carta de las altas esferas que me instaba en comenzar con el tramo formativo que habían recibido todos los empleados: el estudio de las leyes a lo largo del mundo y del tiempo. Recibí una plaza en la universidad de La Paz, donde empecé a estudiar un conglomerado de materias referentes a distintas carreras. Mi objetivo era claro: Debía aprender a manejarme en cualquier ambiente, tanto legal como cultural, a lo largo de los diversos países del mundo y en el contexto de los últimos tres siglos. Solo así se podían resolver las incógnitas de personajes desaparecidos doscientos años atrás.


La Paz, Perú. 16 de Enero de algún año sin importancia.








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